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McNamara: las lecciones

Los días, los hombres, las ideas

FRANCISCO JOSÉ AMPARÁN

La muerte de Robert McNamara, a los 93 años de edad, ocurrida la semana pasada, sacó de su letargo a varios viejos fantasmas que se niegan a descansar en paz; principalmente, a ese espantajo que en la noche sigue jalándole las patas a una parte de la opinión pública norteamericana: la guerra de Vietnam.

Que en algún momento, por ahí de 1967, de hecho fue conocida como "la Guerra de McNamara". Y no sin razón. En gran medida, McNamara orquestó la política militar norteamericana no sólo para Indochina, sino para el muy complejo mundo de la Guerra Fría en los años sesenta. Y creo que la manera en que enfrentó y manejó los conflictos podría dejarnos varias enseñanzas valiosas. En estos tiempos en que se toman tanto en cuenta títulos y pergaminos, habría que echarle un vistazo a los pasos de McNamara.

McNamara pertenece a la primera generación de universitarios norteamericanos que empezaron a colarse en altos puestos de dirección, tanto militar como civil como gubernamental, en plena Segunda Guerra Mundial. Algunos terminaron fundando la CIA; otros, como él, se dedicaban a asuntos arcanos como el análisis estadístico de los bombardeos de saturación sobre Alemania y Japón. Aplicar matrices y funciones matemáticas a eventos en que decenas de miles de seres humanos resultaban carbonizados, ésa era la chamba de McNamara. Lo cual es un indicio de por dónde se va a mover durante el resto de su vida.

Desde esos entonces, McNamara tenía sus dudas sobre la moralidad de lo que hacía. De hecho, llegó a decir que si no había sido acusado de criminal de guerra era simplemente porque Estados Unidos había ganado. Esta ambigüedad ética lo perseguirá toda su vida, y llegará a su momento culminante en el conflicto de Vietnam.

Pero no nos adelantemos; antes de eso, McNamara desempeñó diversas funciones en la Iniciativa Privada. Armado de elementos de análisis estadístico, se dedicaba a desmenuzar y simplificar las pesadas burocracias de los grandes conglomerados (como la Ford Motor Company) para hacerlos más productivos y competitivos. Su formación universitaria le decía que todo podía reducirse a números, y que como las matemáticas no se equivocaban, la solución de los problemas no era sino cuestión de encontrar por dónde entrarles, y aplicar la ecuación adecuada. Lo limitado de este enfoque es que elementos meramente humanos como la voluntad, la intuición, el coraje y la dignidad no suelen aparecer en forma de guarismos.

A fin de cuentas McNamara se ganó fama de capaz y desfacedor de entuertos, y fue escalando peldaños; hasta que, en 1961, fue nombrado presidente de la Ford (el primero en ese puesto que no tenía el célebre apellido). Unos días más tarde, el recientemente electo presidente John F. Kennedy le ofreció la Secretaría de Defensa en su flamante Gabinete. McNamara le respondió que era muy poco lo que sabía de la milicia contemporánea. A Kennedy no podía importarle menos una minucia como ésa: estaba empeñado en rodearse de las mejores mentes que pudieran producir los Estados Unidos, la generación que pasó a llamarse de "los mejores y más brillantes" (the best and the brightest). Había académicos, teóricos, ratones de biblioteca plagados de títulos y entorchados. Puro geniecito, pues. Ésos fueron los que enterraron a su juventud en los pantanales de Indochina. Primera lección: el IQ no es garantía de nada. Ni para un lado (como ese notable grupo que rodeó a JFK) ni para el otro (La Casa Blanca de W. Bush, los peores y más imbéciles).

Apenas se sentó en su escritorio del Pentágono, McNamara empezó a echar números que comprendía desde el costo de los retretes usados por los soldados hasta el número de misiles que (según esto) les llevaban de ventaja los soviéticos. Este último análisis lo llevó a un planteamiento que tendría enormes repercusiones: la llamada Doctrina MAD (Mutually Assured Destruction, Destrucción Mutua Asegurada). El planteamiento era, ciertamente, medio loco ("mad" es loco o rabioso en inglés): las dos superpotencias han de acumular suficientes armas nucleares y misiles como para estar totalmente seguras que, en el evento de una guerra, ambas serían destruidas. Eso haría una guerra impensable

La ocasión en que una guerra nuclear estuvo más cerca de desatarse fue durante la crisis de los misiles soviéticos en Cuba de 1962. El evento impresionó vivamente a McNamara, que en los momentos más álgidos pensó que no viviría para ver otro atardecer. Por ello decidió que cualquier nueva confrontación con el comunismo debería ser "flexible"

Cuando John F. Kennedy fue asesinado en noviembre de 1963, Estados Unidos aún no había definido una estrategia para enfrentar la subversión comunista en Vietnam del Sur. El sucesor de Kennedy, Lyndon Johnson, refrendó a McNamara en el puesto y le dio carta blanca para resolver ese asunto. McNamara decidió escalar exponencialmente tanto la presencia norteamericana en Indochina como su capacidad de fuego. Suponía que de esa manera lidiaría rápidamente con un ejército de campesinos empiyamados que comían ratas. Así, ya para 1964, empezaron a llegar más y más soldados norteamericanos a Vietnam del Sur, y el bombardeo de Vietnam del Norte se volvió implacable: sobre ese pequeño país cayeron más bombas que en todo el mundo durante la Segunda Guerra Mundial. Tercera lección: la fuerza no siempre se impone por sí misma; hay que saber cómo aplicarla.

Para probar que esa era la estrategia correcta, McNamara utilizó, cómo no, un recurso estadístico: el conteo de cadáveres (body count). Las unidades norteamericanas estaban obligadas a reportar cuántos guerrilleros habían matado. En el Pentágono se hacían proyecciones de lo que ello representaba en términos del poderío del enemigo, y cuán cerca se estaba de derrotarlo. El problema es que ello llevaba al asesinato indiscriminado de civiles y a unas cuentas alegres que terminaron por estar horriblemente equivocadas. Mientras tanto, cientos de miles de soldados acababan peleando en un infierno sin pies ni cabeza. Cuarta lección: no confíes en los numeritos, que no dicen nada sobre la determinación y voluntad humanas

Cuando a McNamara le cayó el veinte de que sus errores de cálculo habían sumido a su país en una guerra inganable, renunció a fines de 1967. Las consecuencias éticas de sus decisiones lo perseguirían el resto de su vida. Décadas más tarde declaró: "nos equivocamos" (así, en plural)

Total, que de la triste vida de Robert McNamara se pueden extraer valiosas lecciones. El chiste es que los políticos de hoy las hayan entendido. Las estadísticas indican que no es así.

Consejo no pedido para evitar que lo recluten para la invasión anfibia de El Salvador cuando su selección elimine a la nuestra: vea "La niebla de la guerra" (The fog of war, 2003), interesante documental sobre las decisiones tomadas por McNamara y cómo éste las procesa frente a la cámara. Provecho.

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