La semana pasada se cumplieron cincuenta años de la fundación del grupo Euzkadi Ta Askatasuna (Tierra Vasca y Libertad), mejor conocido entre la raza como ETA. A esa mermada formación ultranacionalista no se le ocurrió mejor manera de conmemorar el aniversario que detonando un carro bomba frente a una estación de Policía en Palma de Mallorca. Dos agentes murieron y varias personas más resultaron heridas. Ello, poco después de otro atentado dinamitero en Burgos, en donde sólo hubo, por fortuna, varias docenas de heridos.
De tan explosiva manera, ETA le recordó a la sociedad española que después de cinco décadas, sigue en su empeño de crear un País Vasco independiente. Y que para lograrlo no vacila en utilizar la violencia terrorista.
A su vez, la sociedad española no tardó en demostrarle a ETA su más sentido repudio: miles de manifestantes, frente a docenas de ayuntamientos en toda España, se manifestaron contra las acciones asesinas de ETA, y dejaron claro que están hartos del terrorismo etarra. El Gobierno de España, del signo que sea, tiene el apoyo de la población en cuanto endurece su postura contra esta longeva agrupación.
La cual, resulta evidente, ha perdido por completo su razón de ser
Cuando nació ETA, su lucha tenía sentido: el franquismo aplastaba los nacionalismos de toda la Península Ibérica, no existía libertad de expresión, no había partidos políticos dignos de ese nombre, el hablar vascuence en público estaba prohibido. De autonomías y autogestión, ni pensarlo.
Cincuenta años después, España es un país democrático, donde los partidos regionales suelen ganar elecciones, el País Vasco goza de una gran autonomía y el vascuence es obligatorio en las escuelas de Euzkadi
Entonces, ¿a qué le tiran los etarras? Al parecer, privados de sus argumentos racionales, ETA se ha encerrado en una ceguera ideológica que conocemos muy bien en Latinoamérica. La de aquéllos que no se resignan a entender que la historia no les dio la razón, y de que ésta jaló para un lado que ellos nunca previeron. Y ahora no les queda sino seguir tozuda, torpemente, en contra de la realidad. Hasta que no sean exterminados. O terminen pudriéndose, como los Castro y sus acólitos de aquí y de allá. Lo dicho: conocemos esa historia.