Los buenos cuentos, esos que alegran el corazón de quien los oye, deberían ser grabados en bronce eterno o mármol duradero para gozo de las generaciones venideras.
Abraham Lincoln era abogado litigante. En el curso de una audiencia judicial se inclinó sobre el fiscal y le contó algo al oído. El hombre soltó una carcajada tan estrepitosa que el juez se molestó. Le dijo:
-Ha faltado usted al respeto a este tribunal. Deberá pagar una multa de 10 dólares.
-Perdone, su señoría -adujo el fiscal-. Lincoln me contó un cuento tan bueno que no pude contener la risa.
-Acérquese al estrado, señor Lincoln -pidió el juez-, y dígame qué cuento fue ése.
Lo hizo Lincoln. En voz baja le repitió el cuento al severo juzgador. Su señoría soltó una carcajada más estruendosa aún que la del fiscal, y dijo a éste:
-La multa queda condonada.
¿Qué cuento sería ése? Nunca lo sabremos. Se perdió para siempre. Mejor se hubieran perdido las pirámides de Egipto.
¡Hasta mañana!..