En plena Primera Guerra Mundial, enfrentados alemanes y americanos en una lucha a muerte, los niños de Berlín comían alimentos enlatados en los Estados Unidos.
Era el tiempo de la terrible guerra de trincheras. Separados apenas por unos cuantos metros -"la tierra de nadie"- los soldados combatían mes tras mes contra un enemigo al que ni siquiera podían ver. Durante el día se disparaban unos a otros. Pero llegaba la noche, y lucía el espléndido cielo del verano. Las luciérnagas cintilaban; los grillos empezaban a cantar... Una infinita sensación de paz se adueñaba de los hombres. Y entonces los soldados americanos se olvidaban de que los alemanes eran sus enemigos, y a ocultas de sus oficiales les arrojaban latas que aquéllos recogían y enviaban luego a sus familias, más hambrientas aún que ellos.
La locura de los poderosos es causa de males como el de la guerra. En el hombre sencillo, sin embargo, laten los eternos sentimientos de la bondad y del amor, que a veces esperan sólo el canto de un grillo para renacer.
¡Hasta mañana!...