La semana pasada el veterano excampeón mundial de boxeo de los pesos pesados, y considerado el deportista del siglo por la revista especializada Sports Illustrated, Muhammad Alí, estuvo en la aldea de uno de sus ancestros. Ahí fue recibido calurosamente por los residentes, que se manifestaron orgullosos de que el legendario peleador tuviera raíces en esos lares.
La villa en cuestión no se encuentra, como usted podría suponer, amigo lector, en África Occidental o la costa de Angola, de donde salieron tantos seres humanos hacia la esclavitud en América. No, la aldea ancestral que visitó Muhammad Alí es Ennis, en el condado de Clare, en Irlanda.
Y es que resulta que, como tantos otros hijos de la Isla Verde, Abby Grady, el abuelo de la madre de Alí, Odessa Lee Grady, salió de ese pueblo en 1860 con rumbo al Nuevo Mundo. Al llegar a los Estados Unidos, se casó con una esclava liberta, y de ahí surge la rama materna de Muhammad Alí.
El vínculo entre una aldea irlandesa rodeada de niebla, pasto y tréboles, y el Gran Bocón que asombrara al mundo hace más de 35 años, fue descubierto por un experto en genealogía en 2002. Y Alí aprovechó su visita a Irlanda, como parte de una gira europea, para visitar el hogar de su bisabuelo céltico.
La gira tiene como objetivo recabar fondos para la fundación que, contra el mal de Parkinson, patrocina Alí. Quien, como quedó patente en aquel emocionante momento en que encendió el pebetero olímpico en Atlanta, padece de esa enfermedad.
La visita de Alí a Ennis nos recuerda varias cosas. En primer lugar, lo estúpido que resultan el racismo y presumir de pedigrí. Que tengamos un color de piel y no otro es un azar del destino más que de la genética. Si nos vamos cinco, seis, siete generaciones para atrás, seguramente encontraríamos que entre nuestros ancestros se hallan esclavos, prostitutas y delincuentes. Vaya uno a saber de qué raza fue el antepasado que llegó a Nueva España (o que vivía en Italia o Oaxaca) en 1750; o qué tan recio bailaba la tátara-tátara abuela que saliera de Guipúzcoa para enfrentar y vivir las peripecias de la América.
El hecho también nos recuerda las maneras tan extrañas en que se tejen nuestras identidades. Y cómo hay que reconocer de dónde venimos. En México se insiste, por ejemplo, que los españoles "nos conquistaron"conquistaron”… como si los mexicanos del siglo XXI fuéramos aztecas. Lo irónico es que quienes salen con semejante burrada lo dicen en castellano, fueron bautizados católicos y en su vida han bebido pulque.
Lo notorio y evidente es que… ya no hay aztecas. ¿O usted conoce alguno, que no sea dizque indio Onapaffa bailando en los semáforos? Zapotecas, tzotziles, yaquis, sí. Pero ¿aztecas? Ésos sólo existen en la imaginación de quienes insisten en inocularnos el complejo de inferioridad de que estamos destinados a ser engañados y vencidos. Y si eso nos enseñan desde niños, ¿les extraña que nada más no enfrentemos los retos como debiéramos? Negando la estirpe, no podemos sino ser un pueblo de descastados.