No es nuevo, ni raro, que una entrevista entre el presidente de México y el primer mandatario de Estados Unidos provoque un tsunami de esperanzas en la mayoría de los mexicanos; ante a los vecinos del Norte siempre estamos dispuestos a cualquier desaire y a la espera del bien de Dios envuelto en huevo.
Pocas veces hemos visto convertidas en realidades las expectativas mexicanas en esta clase de eventos; las conclusiones de los presidentes que nos visitan a nombre del país del Norte apenas llegan a ser unas escuetas promesas envueltas en tacos de nada. Con sólo una gesticulación cómplice nos hacen felices los visitantes.
Evoquemos la entrevista en dos tiempos del presidente de Estados Unidos, William Taft, con el presidente mexicano Porfirio Díaz: fueron primeras en la historia de los presidentes y de sus países. Tuvieron lugar en El Paso, Texas y en Ciudad Juárez Chihuahua a mañana y tarde de un solo día: el 16 de octubre de 1909.
Dicho día se dirigió don Porfirio con su comitiva al puente internacional entre ambas ciudades fronterizas, donde lo esperaban el gobernador de Texas, un mister Campbell, y el secretario de Guerra, un mister Dickinson, para darle la bienvenida e invitarlo a subir a un carruaje que los condujo al edificio de la Cámara de Comercio de El Paso donde los esperaba en persona el presidente de EUA, mister William Taft.
Apenas hubo lugar para la ceremonia protocolaria, un discurso de saludo y otro de bienvenida a cargo de los dos Ejecutivos y luego se dio sitio a la presentación de las respectivas comitivas. Una vez cumplidas las reglas de la etiqueta diplomática, los dos mandatarios ingresaron a un recinto privado donde sostuvieron un intercambio personal de comentarios face to face. Taft, por cierto, vestía un formal traje de paisano hecho de casimir negro, mientras que Díaz llevaba puesto el uniforme de gala que lo significaba como jefe nato del Ejército mexicano; obviamente el tórax cargado de emociones y el pectoral pujando con las pesadas medallas; y los entorchados de lujo sobre las hombreras con el más alto grado militar, un guante blanco cubriendo cada mano, como ahora se usan en la prevención de los contagios de influenza.
Una vez cubierto el ceremonial quizá los presidentes hayan ido a algún sitio gastronómico a comer dar cuenta del "lunch" de medio día; o quizá a una barbacoa hogareña cocinada en honor a los mexicanos, quienes como los tejanos somos carnívoros por excelencia. Bien a bien no lo sabemos, pero la entrevista continuó poco después con un segundo acto en la Aduana Fronteriza de Ciudad Juárez en la cual fue anfitrión don Porfirio e invitados el señor Taft y sus acompañantes. Las crónicas dicen que después de escuchar los himnos nacionales de ambos países el presidente Taft ganó hacia el Norte y el exuberante don Porfirio se dirigió a la estación de los ferrocarriles en Ciudad Juárez para viajar al Sur. No sabía, ni intuía el dictador lo que esa ciudad le iba a deparar dos años después, en 1911. Ni los mexicanos ni los estadounidenses supieron si las entrevistas fructificaron a favor de uno de los dos países. Aparte de charlar la reunión de los jefes de Estado no pareció haber tenido una conclusión práctica y útil. Imaginamos que el dictador mexicano estaría preocupado con el movimiento antirreleccionísta de Francisco I. Madero, que había crecido mucho en la República mexicana y, por lo tanto, algo pudo haber comentado a Taft sobre apoyo en armamento -entonces y ahora el principal negocio de USA-y alguna otra petición de respaldo solidario por si acaso se desataba una revolución armada. Taft lo pudo haber escuchado y tomado nota, pero en aquellos momentos ya se estaba cocinando en Europa la primera gran guerra mundial de 1914 a 1918 en la que Estados Unidos fue protagonista al final.
Las entrevistas de presidentes entre los países de América del Norte han tenido lugar cuando la Casa Blanca quiso, no cuando lo demandaron las circunstancias o solicitudes de su contraparte mexicana. El diseño de tales reuniones no fue hecho para programarlas en atención a las necesidades o urgencias de México, sino al revés: cuando los estadounidenses las necesitan y convienen claramente a sus intereses económicos. Esto lo hemos comprobado a lo largo de la historia, empezando por la entrevista Díaz-Taft.
A los mexicanos nos caía bien Obama, el candidato; lucía una sonrisa agradable cuando caminaba en la campaña presidencial de los EUA reclutando partidarios, conquistando simpatías y haciendo parecer posible lo que todos sus paisanos consideraban imposible. ¿Un hombre de color en la Presidencia de los Estados Unidos? En aquellos días los expatriados de México a EUA por la necesidad económica escribían a sus familias: "Ahora sí, mamacita, papacito, hermanitos, fíjense que nos va a ir bien con este presidente gringo: ya dijo que el asunto de la migración iba a ser resuelto en su Gobierno". Pero, como diría Catón, ya presidente, Barack Obama es otra cosa
Ahora vimos que la entrevista del presidente Felipe Calderón con sus homólogos de Canadá y Estados Unidos fue exactamente como la de Díaz y Taft, a excepción de que nuestro mandatario no cedió a la tentación de lucir entorchados militares y medallas de guerra. Después de todo el "casus belli" en que Calderón ha metido a su Gobierno y a su país, incluido el Plan Mérida, aventaja con mucho a la nada de nada que su admirado don Porfirio obtuvo de William Taft.