Las metáforas del mando giran con frecuencia alrededor de las imágenes de la acción arriesgada: el capitán que conduce una embarcación en aguas revueltas; el cirujano que detecta la enfermedad y aplica la cura, el cirujano que abre la piel para extirpar el tumor, el general que diseña la estrategia de ataque y dirige a las tropas en el combate. Las metáforas también bordan el universo de la planeación reposada y cerebral: el arquitecto que traza líneas para proyectar los espacios de la convivencia; el ingeniero que diseña las catapultas de la acción colectiva. El gobernante como general, como diseñador, médico o capitán. Si seguimos esas alegorías asumiremos que el gobernante actúa directamente en la realidad y responde solamente por el resultado de sus actos. Equipado de los instrumentos de su oficio, diseña un puente o planea una batalla. El mando en el lápiz, el bisturí, las riendas. Los efectos de su inteligencia habrán de verse directamente en el mundo: victoria en la guerra, arribo al puerto; alivio del paciente; levantamiento de la casa.
Un componente esencial de la labor política se ausenta en cada uno de esos símbolos: la labor de la narrativa. Es que la acción política no depende en exclusiva de sus instrumentos ni de sus maniobras. En eso se separa de aquellas alusiones a la inteligencia práctica. El arquitecto ha de ser también fabulista; el comandante debe ser cuentista, el capitán un narrador.
En la televisión puede verse el cuento de un médico genial que es capaz de escapar a los engaños de sus pacientes para descubrir las enfermedades más encubiertas. Un científico con la sabiduría de un cínico y la rudeza de un salvaje. La aspereza de su trato no obstaculiza el tino de su juicio. Por el contrario, el taladro de su inteligencia se abre paso gracias al olvido de las cortesías. El doctor House que aparece en la televisión sabe que no hay más que una herramienta para la cura de sus pacientes: la ciencia. Por eso no hay razón para perder el tiempo en amabilidades y consuelos; ninguna razón para confiar en la voz del enfermo ni para malgastar energía animando al moribundo con esperanzas. Al paciente no se le explica nada: se le cura. Basta una percepción aguda y familiaridad con los descubrimientos de la ciencia. El personaje de la serie ilustra el carácter rigurosamente técnico de su oficio. El doctor House se acerca a un paciente con la pasión con la que un hombre de ciencia acomete un experimento que lo pone a prueba. Un desafío estrictamente intelectual: la enfermedad es una carrera contra reloj: lograr el diagnóstico y prescribir el tratamiento antes de que gane la muerte. Punto.
Me refiero al hecho de que la acción política no es solamente acción. También es narración. No es solamente decisión sino también relato sobre el contexto en el que se inserta esa decisión. No basta el diagnóstico, es necesaria una descripción persuasiva. No es suficiente la prescripción, hace falta también una invitación.
Hablo de esto porque el estrechamiento de la política en México coincide con su abdicación narrativa. Tras la fábula de la nación descubierta y la ruta mexicana al progreso de la vieja retórica revolucionaria apareció un cuento fugaz: el país que asalta la modernidad por el puente de la aritmética electoral y la economía abierta. El agotamiento de esos relatos dejó un enorme vacío que ha sido reemplazado por la simple descripción de hechos que se acumulan y la exhibición de decisiones inconexas. Ése es uno de los vacíos más profundos del panismo gobernante y, particularmente, de la Administración de Felipe Calderón. Tiempos extraordinarios, dramáticos, cargados de peligros que no encuentran en los voceros oficiales más que enumeración de eventos, recuento de hechos, anuncio de decisiones, presunción de valentía. Nada que enlace los datos y las anécdotas, nada que inserte el caos del presente con algún otro tiempo significativo, nada que vincule los riesgos con las oportunidades. Estamos atrapados en un tren sin poder ver el mirador del primer vagón. Sin posibilidad tampoco de asomarnos a lo que hay más atrás de lo inmediato. Por la ventana vemos cuerpos tendidos, cadáveres sangrientos, pero no sabemos a dónde vamos. Escuchamos gritos, sentimos miedo. Del vagón del conductor emergen mensajes inconexos, incoherentes que describen el optimismo como una forma de patriotismo. No sabemos si avanzamos hacia la tranquilidad o si estamos más cerca de la catástrofe. El maquinista no ofrece información relevante: simplemente nos pide un voto de confianza. No cierra nuestras ventanas, ni pretende proyectar una película con paisajes primorosos, es cierto. No nos engaña, pero tampoco nos ubica, no nos ayuda a ponderar los retos, ni a percibir el rumbo. Sin suerte, intenta animarnos.
En ausencia de una narración convincente desde el Gobierno, en ausencia de un relato razonable y verosímil, impera una profunda confusión. A falta de relato que ponga las cosas en su sitio, a falta de una historia que explique génesis y transformación de nuestra crisis y que explique el propósito y el alcance de la política gubernamental, impera el caos de imágenes que nos bombardean los medios. Nos salpica una violencia sin sentido que aparece por todas partes. Impera la inmediatez del periodismo. No aparece por ningún lado el faro de la política. Un Gobierno sin narrativa no hace política. Por más que actúe, por más que hable es incapaz de proveer sentido a las circunstancias y dirección a sus acciones. No hace política: se rasca reaccionando a la comezón de los eventos.