Esquivando mesas y sillas para encontrar su lugar en el restaurante, el presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos vio como un comensal le salió al paso: "Hágase de la vista gorda con esos cabr
Era cualquier ciudadano que pedía a José Luis Soberanes que no obstaculizara los "actos de justicia", que no gastara su tiempo en ver si torturaron al presunto secuestrador, si golpearon al detenido, si violaron a una prostituta durante un operativo, bajo la lógica de que si agarraron a uno, por algo será y que le den su merecido.
De acuerdo con el CIDE, el 40% de los encuestados está a favor de que los policías violen derechos humanos de los delincuentes.
Pero no son sólo golpizas y torturas. Según la más reciente encuesta de Mitofsky, el 75% de los mexicanos apoya la pena de muerte para los peores delincuentes. Lo intrigante es que al mismo tiempo, considera que el 41% de los ministerios públicos, los encargados de investigar los crímenes, son corruptos.
Eso significa que si se instaura la pena de muerte en el país por decisión de la aplastante mayoría, de cada 10 ejecutados con la inyección letal, 4 serían inocentes
La desesperación ciudadana por la falta de resultados en la impartición de justicia ha llevado a pedir los más extremos castigos -lógica sed de venganza- más no la mayor eficacia policiaca. Olvidamos que el problema no es cuánto tiempo se van a pasar encerrados los criminales, sino que realmente los detengan, procesen y sentencien.
Confiarle vidas humanas a policías y procuradurías tan ineficaces y corruptas es condenar a inocentes a la muerte, es vivir en un Estado en donde no importen las pruebas sino las apariencias: hace poco un amigo me sugirió no investigar si "El Apá" era realmente culpable del secuestro de Martí, bajo el argumento de que la sociedad necesitaba ver un culpable.
Nuestra desesperación nos está volviendo fascistas. Y no hay escenario más cómodo para cualquier gobierno de cualquier pensamiento ideológico que una ciudadanía que por decisión propia cierra los ojos ante los abusos y atropellos que se hacen por "motivos de Estado", sean frenar al narco, contener el secuestro o ganar una guerra en Asia.
La laxitud termina cuando alguien querido e inocente es víctima del agravio. Siguen la impotencia y la indefensión, luego el arrepentimiento. Ojalá nuestra permisividad no haga que si esto sucede, sea demasiado tarde.