24 o menos de 24 horas estuvo Barack Obama en México completamente encapsulado, como bien dijo Miguel Ángel Granados Chapa, en su columna del jueves. Y muchos nos quedamos con las ganas de ver y de escuchar el mensaje del hombre que ya marcó la historia de su país.
A diferencia de otros países que el nuevo presidente estadounidense ha visitado recientemente, en México no hubo un discurso al aire libre en el Zócalo, pese a que el Gobierno del Distrito Federal trató, infructuosamente, de armar un evento con Obama en la capital.
En las visitas que ha realizado Obama al exterior desde que asumió la Presidencia de su país, han tenido como uno de sus propósitos fundamentales el restaurar la imagen estadounidense en el mundo. El discurso que dio ante el Parlamento turco, en Ankara a principios de mes, representó en efecto un intento de aproximarse al mundo musulmán con un nuevo discurso, cuya efectividad aún está por verse.
De igual forma, en Praga, en una plaza al aire libre con decenas de miles de personas, en su mayoría jóvenes checos, Obama ofreció un poco de la chispa que lo llevó a la Casa Blanca al ofrecer su visión de un mundo sin armas nucleares, que irónicamente el mismo Ronald Reagan había ya propuesto al final de la Guerra Fría. Con la escalada de las tensiones nucleares entre la India y Pakistán y con la amenaza nuclear norcoreana, aún estará por verse también si ese discurso es factible.
En contraste, en México, Obama no ofreció un discurso renovador de la relación entre Estados Unidos y el Hemisferio Occidental. Si bien es de aplaudir el trabajo diplomático de Arturo Sarukhán y de Jeffrey Davidow en haber conseguido que el presidente estadounidense se detuviera por unas horas en México antes de la Cumbre de las Américas de Trinidad y Tobago, lo cierto es que hay tres lecturas que hacer de esta visita a México.
En primer lugar no hay que levantar expectativas. En una visita presidencial no se arreglan ni destraban los pendientes y las tensiones de una relación bilateral tan compleja como la de México y Estados Unidos, como bien señaló la senadora Rosario Green. El asunto del tráfico de armas compete al Congreso y no al Ejecutivo estadounidense, así que el Gobierno mexicano se quedó sólo con promesas. El tema migratorio sí presenta una ventana de oportunidad. Recientemente el Washington Post y el New York Times adelantaron que la reforma migratoria será la siguiente batalla legislativa de la Casa Blanca, aunque, como nos muestra la historia reciente, tampoco hay que adelantar nada.
En segundo lugar, y tal vez obedeciendo a la brevedad de la visita de Obama, la agenda del presidente estadounidense se mantuvo acotada a funcionarios y un palomeado grupo de legisladores y a un "selecto" grupo de invitados, como Elba Esther Gordillo, Carlos Slim, etc. Obama se fue sin conocer a los diputados Chanona, Cantú y Arvizu y escuchar las propuestas de despenalizar el consumo de algunas drogas. Se fue sin conocer la pluralidad democrática de sus ciudadanos y de la sociedad civil, como si estuviéramos en los peores años del PRI. Paradójicamente, Obama cenó y se fue sin conocer el mayor logro de los mexicanos en los últimos años: la construcción de una sociedad que dialoga y que cuestiona al Gobierno y cuyo voto es más respetado que en el pasado.
Sin embargo, y en tercer lugar, el ganador de la visita de Obama es el Gobierno de Calderón y el presidente mexicano en particular, quien no se bajó de su mensaje, lanzando propuestas concretas y hablando de una "nueva era" de la relación bilateral. En contraste, Obama estuvo poco preparado, no secundó la idea de una "nueva era" y, en cambio, repitió frases comunes como "hay que trabajar por el futuro de los niños."
Por último, para otra visita a México, o más probablemente a Brasil, quedará la oportunidad de que los latinoamericanos escuchen en directo al presidente de Estados Unidos y lo que tenga que decir del futuro sobre las relaciones en el continente Americano. Esta fue una oportunidad perdida en ese sentido.
Politólogo e Internacionalista