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¿'Ónde aprendiste la diferencia?

de Güémez

RAMÓN DURÓN RUIZ

Con un saludo al juglar veracruzano

Humberto Munguía Morones

Hoy me acordé de Gordiano, aquel chaparrito de Güémez que estaba tan bajito que los callos le salían en la cabeza, o que cuando se bajaba de la acera, banqueteaba con las nalgas; pues resulta que se metió a estudiar para maestro de educación física; en las tardes, cuando iba a tomar café a mi casa, platicaba que lo que más le gustaba, era cuando, en formación para los desfiles cívicos, el maestro les gritaba: "¡¡¡Aaallltttoooooo!!!", voz de mando que lo hacía sentir a toda máuser.

Pues así me sentí yo esta semana: las maestras del jardín de niños "María Enriqueta Camarillo" me distinguieron como padrino de la generación 2007-2009, en la que 57 pequeños egresaron después de dos años de arduo aprendizaje.

Debo decirle, estimado lector, que este viejo campesino no está acostumbrado a los eventos públicos, me sentí a toda m..., eso de pegarle en la vanidad a uno o "en el mero codillo", es una cosa que nadie lo aguanta, como luego digo: "No soy político... pero me encanta el aplauso". Ahí, presenciando cómo los pequeñitos -bajo la mirada amorosa de sus padres y la extraordinaria organización de las maestras, encabezadas por la directora Consuelo Manzur-, pasaban a recoger su diploma, me di cuenta que, en la vida, los niños se diferencian de los adultos por las siguientes razones:

Los niños viven cada segundo como un instante mágico.

Los adultos sobrevivimos a la vida por hacer con nuestra actitud mental un entramado de complicaciones.

Los niños irradian felicidad en su rostro y sus ojos, porque vibran en armonía con el universo.

Los adultos estamos atentos a ponerle un pero a cada instante, nos hemos acostumbrado a quejarnos, olvidando que mediante la queja atraemos vibraciones negativas a nuestro ambiente.

Los niños irradian entusiasmo, esa energía vital que todo lo logra y todo lo transforma.

Los adultos transpiramos pesimismo, ese que nos lleva a olvidar que estamos aquí como parte del milagro de la vida.

Los niños crecen y aprenden, porque siempre están dispuestos a correr riesgos.

Los adultos evitamos los riesgos, y con ellos no damos permiso para que los milagros que Dios tiene especialmente para nosotros se manifiesten en nuestra vida.

Los niños entienden que el hoy es un día especial, diferente; encuentran el tiempo mágico de la vida en cada segundo, lo viven... lo vibran a plenitud.

Los adultos vemos el día como si fuésemos a vivir eternamente, olvidando que en la vida vamos de paso, que lo único permanente es el amor, y cuando al rendir cuentas al Creador se nos pregunte: ¿qué hicimos con los dones que se nos obsequiaron?, ¿los multiplicamos o los desperdiciamos por los miedos que disminuyeron nuestras potencialidades? Nuestra respuesta no será placentera.

Cuando los adultos tengamos la posibilidad de escuchar al niño que vive en nuestro interior, vendrá un mundo de milagrería, y con él la felicidad, cada instante tendrá un sentido especial, dejaremos de preocuparnos por tener y nos ocuparemos más de ser, celebraremos las veces que hemos triunfado y también aquéllas en las que hemos caído, porque es ahí donde se revela un impresionante manto de luz; el niño de nuestro interior nos dirá que si no somos capaces de arriesgar, no tomaremos las riendas de nuestra vida... y el tiempo se nos irá de la mano.

Cuando la gente me pregunta ¿por qué gusta el Filósofo?, muy sencillo, porque es un viejo campesino que presta atención a la voz del niño que lleva dentro, esa que le dice que cada día es pa' vivirse con la plenitud del sol entre el amor y el humor; a propósito del amor y el humor, resulta que el Filósofo celebraba el cumpleaños de su esposa, con una taza de café y un pastel, de pronto su "vieja" le da fenomenal coscorrón que le hace volar la gorra, los anteojos y el café.

--Pero, vieja... ¿por qué hiciste esto? -reclama intrigado.

--Por 70 años de pésimo sexo! -dice la viejecita, mientras continúa saboreando el café y el pastel.

El Filósofo, que se había quedado pensativo, le devuelve un tremendo coscorrón haciendo que se le caiga el café, el pastel, los lentes y la servilleta; ella, mientras los recoge, pregunta:

--Y ahora, ¿por qué me pegas?

El viejito, sin mirarla, le contesta:

--¿Y 'ónde aprendiste la diferencia?

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