Páginas de Diarios Desconocidos
Hace tres años escribí en mi Diario lo siguiente:
Trabajé como sirvienta al servicio de una señora adinerada. La recuerdo muy bien: una señora de la alta sociedad, déspota con las sirvientas que trabajaban en su casa. Nerviosa, de un humor insoportable, fría y distante con sus hijos, a excepción de su hija mayor, y grosera con su marido, que aguantaba todos sus insultos y reproches.
Mi trabajo de sirvienta con ella duró aproximadamente dos años. Varias veces quise irme a mi casa, y entonces, ella me preguntaba, que cómo iba a tolerar vivir entre la inmundicia de la pocilga en que vivían mis padres. Me asustaba diciéndome que era muy difícil encontrar trabajo, y siempre me prometía que me aumentaría el sueldo.
Su esposo, aunque muy rico, carecía de carácter, tomaba mucho, y su esposa le decía que “era un bueno para nada”. Aun no entiendo, pues la señora era muy rezandera y para todo invocaba el amor de Dios. Tenía dos hijas y un hijo. La segunda de sus hijas parecía que siempre estaba asustada, lloraba por todo y no le gustaban las amistades. Desde el primer día que entré a trabajar a la casa, noté que la señora la regañaba por nada. A los pocos días me di cuenta que “le tenía ojeriza”.
Con su hijo, que era el menor de los tres y que andaba por los diez años, le guardaba una total indiferencia. A su hija mayor, que rondaba por los diecisiete años, sentía por ella una devoción enfermiza. Constantemente le decía, que sus propiedades y joyas se las dejaría cuando muriera. Cuando yo entré a la casa a trabajar, noté que esta señorita era déspota como su madre. A su papá le mostraba un desprecio injustificado. Su papá lloraba por ello.
Mi familia era pobrísima y yo necesitaba el dinero que me pagaban. Mi pobre condición y mi miedo de no poder conseguir trabajo, hizo que me quedara, hasta que un suceso me decidió a abandonar mi trabajo ese mismo día.
Dice la señora, que como a las nueve de la mañana había visto en el cajón de su buró su collar de perlas. Esto se lo dijo a los policías. Como a las once de la mañana de ese día, me mandó llamar la señora y juntos entramos a mi pequeño cuarto donde yo dormía. ¡Me sorprendí, pues vi a dos señores que decían que trabajaban como policías! Cuando entré, los pocos cajones de un desvencijado mueble, estaban abiertos, y mi ropa estaba esparcida en la cama. Me llené de vergüenza, ya que mi ropa íntima, raída y zurcida, la habían sacado del mueble. Tenía muy poca ropa, toda de ínfima calidad y muy usada.
La señora les indicó a los policías, que adelante con lo que ya habían platicado. Los dos señores me empezaron a quitar la ropa hasta quedar totalmente desnuda. ¡Que ese era el procedimiento, me dijeron!, pues frecuentemente los ladrones esconden pequeñas cosas valiosas en la ropa que traen puesta. ¡No podía creer lo que hacían conmigo! Mis gritos y quejas de nada me sirvieron. Desnuda y tapándome con algo de ropa que estaba en la cama, me solté llorando, sintiendo a la vez tanto miedo que me castañeaban los dientes.
Los policías le dijeron a la señora que yo estaba “limpia”: que ni en mi cuerpo, ropa y bolsa se encontraba el collar de perlas. La Policía le dijo a la señora que pasaría a investigar a las otras dos sirvientas, pero la señora se opuso. Les dijo que las otras dos eran de “confianza”, y que la única que hacia el quehacer de su recámara era yo. Los policías se ofrecieron a llevarme a la demarcación, a lo que se opuso el señor de la casa, que acababa de llegar, al igual que su hija mayor. A su esposo, ni en cuenta lo tomó, pero accedió al ruego de su hija mayor, que era su consentida.
Los policías, la señora, su esposo y la hija, salieron del cuarto. Yo me vestí como pude, y en una pequeña maleta metí mis cosas, salí del cuarto, y le dije a la señora que me iría en ese momento. Que si los policías quisieran hablar después conmigo, lo podrían hacer, y que usted les indicaría el domicilio de mis padres que usted ya conocía.
¡Nunca antes en mi vida sentí lo que en esos momentos, cuando me desnudaron los policías! ¿Qué sentí? No podría describirlo con certeza, pues fueron muchas sensaciones y sentimientos juntos. Primero que todo, me sentí desconcertada por la acusación. Cuando los policías me desnudaban y tocaban mi cuerpo, me sentí llena de terror. Dos o tres minutos después, me invadió un sentimiento infinito de vergüenza: sentí que mi pudor se había acabado para siempre.
Cuando los policías me dijeron que podía irme, me sentí profundamente humillada y ofendida. No sentí la menor cólera, pero sí, un sentimiento de indefensión y desamparo que atravesó mi corazón.
A los dos años y meses de ese suceso, me topé en un supermercado con la hija mayor de la señora, la que había impuesto su criterio para que los policías no me llevaran. Nos vimos a unos dos metros de distancia. Se sorprendió enormemente al verme. Me abrazó y empezó a temblar y a llorar. ¡Me dijo que desde ese día le ha pedido perdón a Dios!, pues ella se había robado el collar de perlas para dárselo a su novio y sacarlo de un apuro económico. Siguió temblando, caminó unos pasos para atrás, y con la cara desfigurada, se alejó.
¡Sentí que me desvanecía! ¿Qué ella no sabe, que yo he estado más necesitada de esa súplica de perdón, que Dios? ¡Dios es Dios!, y yo soy una mujer humillada y ofendida, que guardaré para siempre esa gran humillación y ofensa.
Critilo, al leer estas páginas del Diario de esta joven humillada y ofendida, guardó unos minutos de silencio, rogando que el tiempo le pueda sanar esas profundas heridas.