Digamos que el Papa Benedicto XVI no la ha tenido fácil. Antes de calzar las sandalias del Pescador, fue el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, organismo del Vaticano que en otros tiempos se llamaba Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. En tal cargo, Ratzinger se ganó muy mal cartel y no pocos enemigos entre los católicos00 liberales. Luego de ascender como Sumo Pontífice, escogió un nombre que no tenía nada que ver con sus antecesores directos, como había sido la costumbre el último tercio de siglo. Quizá con ello quería distanciarse especialmente de su predecesor: sabía que jamás podría competir con el ángel y carisma de su antecesor, el muy viajero Juan Pablo II.
Además, siendo ya un hombre de la tercera edad, es un secreto a voces que se trata de un Papa de transición, en preparación para un papado de larga duración que quizá traiga las reformas que se antojan cruciales y urgentes para la Iglesia Católica. Para colmo, ha metido algunas patas innecesarias, irritando a algunos musulmanes de manera no muy diplomática. Y que sea alemán digamos que tampoco le ha ganado puntos de simpatía entre no pocos de sus feligreses.
Total, que nos habíamos acostumbrado a (y esperábamos) que Benedicto fuera un Papa más bien gris, que no moviera mucho las aguas ni pretendiera llegar muy lejos. Por eso ha sorprendido tanto su más reciente encíclica, la que quizá marque su papado y siga dando de qué hablar durante mucho, mucho tiempo: Caritas in Veritate, caridad en la verdad.
En ella, Benedicto se le ha tirado a la yugular a muchos de los tótems de la post modernidad y el siglo XXI. Ha apuntado con dedo flamígero al elefante que estaba muy orondo sentado en la sala, y sobre cuya existencia todo el mundo se hacía loco.
Benedicto plantea que el sistema económico mundial actual tiene que cambiar: es éticamente indefendible, poco cristiano y depredador de la naturaleza, la espiritualidad y la dignidad humana.
Dice Caritas in Veritate que una economía basada en las ganancias a toda costa, y no en la distribución de la prosperidad, no beneficia sino a unos cuantos, y a la postre resulta desastrosa
Dice Caritas in Veritate que el Estado tiene la obligación de ponerle reglas al mercado para que éste sirva a la satisfacción de las necesidades humanas, no a las ganancias de las grandes corporaciones. Que los países ricos deben ayudar a los pobres, y reconocer el mal que han hecho a través de su rapacidad, su negligencia hacia el medio ambiente y la perpetuación de la explotación post colonial.
¿Le sigo? Por ahí va toda la encíclica. Para muchos católicos, la brusca, pero bien argumentada formulación de Caritas in Veritate les causará extrañeza, sobre todo por sus aparentes críticas al proceso globalizador. Pero Benedicto dice que la globalización es neutral: ni buena ni mala. Como tantas cosas, depende de cómo se use. Y Caritas in Veritate ventila una verdad (efectivamente) de a kilo: que el proceso no ha sido usado como debería. Agradable sorpresa la que nos asestó Benedicto. A ver qué discusiones provechosas desata este interesante documento. Y no sólo en el ámbito católico.