Si bien los periódicos y los demás medios informativos nos transmiten noticias, en esencia lo que recibimos a diario son "Partes de Guerra".
Nos informan y de manera incompleta, cuántos muertos hubo en la última balacera o cuál fue el último secuestro perpetrado por el hampa, y lamentablemente, eso nos da una idea de todos los daños colaterales que genera esa lucha y cómo la vamos perdiendo.
Hace apenas unos días se nos informaba de la muerte de un niño de cuatro años, víctima de un fuego cruzado entre el Ejército y una banda de delincuentes. ¿Es ésta una víctima más inmolada en una lucha que no se ve cómo puedan ganar el Gobierno y la sociedad?
¿Qué le pueden decir a la madre de este menor: Gracias por su cooperación?
Todos los días corren rumores por la ciudad, que se esparcen como reguero de pólvora. "Hoy habrá otro atentado"; "Mañana se enfrentarán malos contra malos, pero puede haber víctimas inocentes"; "Que nadie salga de su casa después de las nueve, porque se va a poner feo y estará riesgoso". Todo se paraliza; algunos restaurantes abren ya sólo ciertos días de la semana, pues resulta costoso mantenerlos funcionando todos los días.
Nadie está a salvo de un atentado o de verse envuelto en una refriega donde hasta una esquirla de granada le puede tocar.
De un día para otro perdimos la tranquilidad de que gozábamos.
Hasta aquella sana costumbre de sacar una silla a la calle y sentarse a platicar con los vecinos, al caer la tarde, para contarse los chismes del día, cayó en desuso, porque hasta ahí les puede alcanzar la muerte.
Los jóvenes ya no creen en los avisos de alerta, porque piensan que son inventos de los padres, para que no anden en la calle de madrugada. Los captan hasta el día que les toca ver o sufrir de cerca un atentado de ésos. Lo más grave para mí, es que siento que nos estamos acostumbrando a ello.
Cuando lo anormal se torna cotidiano, se vuelve normal.
Y creo que eso es lo que nos está pasando, pues ya nos acostumbramos a ver a los soldados en las calles, las tanquetas y los rifles apuntando a todos lados, por más inconstitucional y denigrante que eso sea. Comenzamos a vivir con miedo, desde que nuestras puertas y ventanas se "vistieron" con rejas.
Desde que dejamos de saber quiénes son nuestros vecinos y a qué se dedican.
Ya no hay flores en las macetas de la calle y nadie deja cosas fuera de su casa.
Fuimos presa del miedo, desde que descubrimos que los policías se asocian con delincuentes y les brindan protección. Antes, el sereno de la cuadra era digno de confianza y con un simple silbato le bastaba para alertar de cualquier peligro.
¿En quién podemos ahora confiar? Ese es el gran problema, que no tenemos confianza en nadie.
Los policías hacen cateos sin ninguna orden y como quien no quiere, saquean casas de gente inocente con total impunidad. Y ¡ay de aquel que se atreva a denunciar el atropello!
Y a veces los militares también lo hacen, tenemos que reconocer que es lo más confiable que existe en esta lucha: El Ejército.
Pero, volviendo al punto, hemos perdido toda tranquilidad. Vivimos, como diría mi madre, con el Jesús en la boca.
Y a pesar de ello, nos estamos acostumbrando a esta situación.
Todos los días, nos encomendamos a Dios y salimos a la calle a hacer lo que tenemos que hacer. Procuramos no correr riesgos, pero no vivimos tranquilos. Lo peor es que no sabemos cuándo va a terminar esto.
¿Tendremos que esperar años a que los capos se arreglen entre ellos?, porque el Gobierno, sin duda, se muestra incapaz de lograr un verdadero estado de paz para sus gobernados. Esa es la pregunta que se hacen a diario cientos de personas: "¿Hasta cuándo?".
Por lo demás, sólo nos resta decir: "Hasta que nos volvamos a encontrar que Dios te guarde en la palma de Su mano".