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Permiso

Relatos de andar y ver

Ernesto Ramos Cobo

Fue al único que le negaron el permiso. Eso creo. En fases me enteré de su historia. Murmurando a mi espalda, escuché que dijo una vez: disparo, tres veces hijo o hijos, en singular y en plural, una vez Los Ángeles, tres veces California, una vez muerto; dijo tres veces cadáver y dos veces carta de Cónsul. A él creo que le negaron el permiso de internación. Sin importarles que habíamos hecho cola hasta las 5 de la mañana.

Durante la espera algunos hablaron de enojo, de actos terroristas, de gringos hijos de la tal por cual. Algunos en la cola asentían, o simplemente permanecían callados, mas yo en realidad no les prestaba atención, receloso veía la otra vida, la vida más allá de la vitrina, donde los oficiales estadounidenses pasaban la noche mientras despachaban lentamente a los mexicanos. Precisar que la internación al territorio estadounidense requiere permiso específico, sin importar que la visa esté en regla; la visa permite vagar por la frontera y dejarles unos dólares, pero internarse al territorio es otro boleto que se paga después de una larga cola.

Obtener el mentado permiso es permanecer de pie 6 horas en un frío galerón repleto de olores. Usted se preguntará qué hace uno durante tanta hora. Pues la respuesta es conversar, sólo conversando, con los tobillos deshechos. Ramiro Fuentes Orejuela tiene 4 hijos y un trabajo en una maquiladora de plásticos. Fermín Espinoza Horcasitas es del Distrito Federal, de la Guerrero, y en los últimos meses ha vendido compresores en Chihuahua. Mirna de Jesús Trinidad Rodríguez es madre soltera de ese niño quieto de 6 años; el padre no se asoma desde hace 18 meses… ¿me creerá usted que no se asoma? Ernesto Román, servidor señor, mi tocayo, tiene un negocio de madera en Durango y va a Ruidoso con los suegros. Su esposa lo espera en el auto con un recién nacido. “Dejé prendido el auto –me dice— ya estuvo que ya me acabé la gasolina”.

Sin embargo de él, de ese silencioso hombre de barba, nunca supe el nombre. Se lo pregunté, mas no obtuve respuesta. Volteó a los lados e hizo un largo silencio, sin responder. Murmuró una vez más: disparo, dos veces carta de Cónsul, una vez hijo, en singular, y de nuevo mencionó cadáver. Intuimos que iba a recoger el cadáver de su hijo muerto en Los Ángeles de un disparo. Alguien se lo preguntó directamente, sin respuesta. Su mutismo parecía venir de un miedo de más allá. De la posibilidad de no acceder. De no poder recoger el cadáver. Algo no entendido. Mas de cualquier forma indiferente para esos oficiales de más allá de la vitrina, cuyas risas se escuchaban, y que parecían coquetear con una colega, mientras sorbían café en grandes vasos de aluminio. La piscacha de su poder infundado (absurdo) por lo menos disimulaba su cara de atroz aburrimiento.

Alrededor de las 5 de la mañana fue mi turno. Fermín Espinoza había pasado antes y ya le tomaban las huellas. Ramiro Fuentes había pagado la cuota, y cansado se despidió de todos, marchándose con su prole en brazos. Ernesto Román no traía documentos, no los suficientes, y su esposa lo veía con cara de pocos amigos; estaban por decidirle. Por mi parte le extendí los documentos al oficial y le contesté más de dos cosas. No tuve problema. Todavía el muy cínico me dijo: buena suerte, con su charolita ridícula prensada al pecho.

Así las cosas, esperé sentado para hacer el pago y que me sellaran la historia. Era entonces su turno. Lo vi pasando, casi jalándose las barbas negras, dirigiéndose lentamente a un oficial que lo esperaba sonriente. Cuando le extendió el documento pensé se trataba de la carta del Cónsul. Traía una pantalonera casi roja, casi vieja, lo oí hablar, oí al oficial preguntarle excusas, buscar algo en el monitor. A mí ya me habían dado el papel y me marchaba hacia la puerta. Entre una marea de cabezas, alcancé a ver a dos oficiales que le revisaban algún papel, algún monitor, al tipo parado indefenso con su sudadera casi rota, casi roja. No me quedé a indagar, digamos que ante estas burocracias –y por los planes propios-, la solidaridad no es algo de dientes pa’ fuera.

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