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Política para el abrazo

Jesús Silva-Herzog Márquez

El presidente Calderón es el orgulloso restaurador del consensualismo. Esa marca del autoritarismo postrevolucionario adquiere en manos de la segunda Administración panista una nueva vida para nuestra democracia improductiva. El candidato ofreció en su campaña una renovación de la vida pública, bordó el lenguaje de la modernidad y del arrojo reformista. En sus palabras había lances de atrevimiento, de determinación para dejar atrás los lastres y despegar al futuro que merecemos. Nada de eso ha dado al país como presidente. Por el contrario, teniendo como única bandera la intención de desmarcarse de su predecesor, ha recaído en las formas políticas de la era predemocrática. No digo que esté restaurando la antidemocracia porque eso no depende de un actor político. Lo que sugiero es que, en ausencia de impulso innovador, lo único que le ha quedado a su Presidencia es reponer formas y estilos del pasado. Para deslindarse de ayer no ha inaugurado una política de mañana sino que ha repuesto los estilos y la política de anteayer.

El consensualismo autoritario fue la base del régimen priista. Un sistema sin pluralismo, pero obsesivamente incluyente, deseoso siempre de incorporarlo todo a sus filas. Dentro y fuera del partido hegemónico, el estilo priista estuvo marcado por un ánimo de consenso. Acordar con sindicatos y con empresarios, con fuerzas locales y Gobiernos extranjeros. Tras la violencia revolucionaria, se impuso la lógica del acuerdo y la negociación por encima de cualquier otra cosa. Por eso, nuestro autoritarismo fue tan exótico: un régimen de extraordinaria concentración de poder que, sin embargo, persiguió constantemente una envoltura de respaldos. Si no fue la represión su sello, sí lo fueron el clientelismo, la corrupción, el corporativismo, fórmulas todas de la componenda política. El régimen alcanzó hegemonía precisamente por su terquedad consensual. Habríamos podido pensar que el voto y su implacable lógica numérica pondría este ánimo a reposo. Podría entenderse, que, bajo el pluralismo, lo que cuenta no es el consenso sino la mayoría, la activación de una palanca para lograr decisiones y punto. Pero la Administración calderonista ha recaído en la tara consensualista. Para Calderón gobernar es abrazar al país, no moverlo.

Lo mismo ha sido expuesto con claridad en materia de política exterior. Antes estábamos peleados con todo mundo, dijo recientemente el presidente. Ahora somos amigos de todos. Me abraza Castro y me abraza Chávez. Me abraza Bachelet y me abrazará Obama. Que la política exterior mexicana se haya desdibujado, que haya abandonado la defensa de cualquier principio, que sea una política incolora e irrelevante parece lo de menos. Lo que quiere Calderón en materia de política exterior es que nadie le niegue el saludo, que nadie lo desaire en las fiestas. Y por eso le resultará una consecuencia feliz su reciente amistad con dictadores y autócratas. A mi predecesor no lo saludaban. A mí me invitan a sus reuniones. Es cierto que no soy tomado muy en cuenta. Es cierto que no ejerzo influencia en la región, pero me reciben y me estrechan.

El anuncio de la respuesta gubernamental a la crisis económica fue la reedición de la historia reciente. Un panista nostálgico de la antigua eficacia priista se envuelve de todos y cada uno de los símbolos de la vieja liturgia. Una retórica vacía, un listado de compromisos tibios, pero un auditorio repleto de personajes y potentados. El presidente no se contenta con ser cabeza de un Gobierno, responsable de la Administración, es el supremo receptor de saludos. Mil abrazos para él. Calderón entiende la reposición del besamanos como el indicio de su realismo y su maquiavélica eficacia. Dime cuántos me abrazan y te diré cuánto poder tengo. El sindicalismo oficial, tan oficial como siempre, celebra la visión del señorpresidente. Lo mismo los mayores empresarios, tan poderosos como nunca. Todas las fuerzas políticas pasando lista. Gobernadores, secretarios, dirigentes de partido incluidos todos en una ceremonia cuyo propósito es celebrar la capacidad de convocatoria del presidente.

Los orgullos políticos del presidente Calderón se ubican justamente en el elemental terreno del reconocimiento. Al iniciar el tercer año de su Gobierno, el presidente sigue buscando el reconocimiento de las fuerzas sociales, políticas y económicas del país. Su mira no está en las reformas que produce sino los abrazos que reparte y recibe. No es extravagante esa fuga a la política del apapacho. Felipe Calderón se asustó con la tensión provocada por la elección de 2006. Su toma de posesión estuvo en riesgo, la continuidad institucional estuvo al borde de ser rota, la polarización llegó a extremos realmente delicados. Desde entonces ha hecho propósito de conciliación. Pero no ha sido la conciliación como palanca de acción o atmósfera de convivencia, sino la conciliación como propósito exclusivo. Desde su primer día como presidente ha estado dispuesto a negociarlo todo con las fuerzas políticas de Oposición. Les ha regalado todo lo que han querido en busca de un saludo, una palabra, un voto de acuerdo. Querían la cabeza de un órgano autónomo, se las entregó envuelta en regalo. Hicieron un listado de peticiones para reformar la Ley electoral, el presidente aceptó cada una de sus exigencias. Querían una reforma energética estatista que ratificara la cerrazón de nuestra industria petrolera, el presidente firmó gustoso esa reforma y después la celebró como si fuera su triunfo. Nada parece más valioso a ojos del presidente Calderón que un abrazo. Cualquier precio está dispuesto a pagar por la posibilidad de un abrazo.

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