Hace 22 años -lo recuerdo como si fuera ayer- me encontraba en clase, analizando con mis alumnos el Idilio Salvaje de Manuel José Othón. A eso de las 10:30 llamaron a la puerta. No abrí, porque estábamos discutiendo si el paisaje descrito por el poeta era el nuestro; sin embargo, quien llamaba lo hizo, pidiéndome que saliera: mi papá acababa de morir. Lo había visto el día anterior y nada anunciaba lo que ahora era un hecho. A pesar de las numerosas ocasiones en que estuvo seriamente enfermo, no sospechamos su partida porque entonces él estaba bien. O al menos eso parecía, pues papá siempre supo reservar para sí el dolor físico, las angustias, los temores, las penas del alma, compartiendo con nosotros sólo las cosas que lo hacían feliz: el placer de los libros y la música, el goce del cine y la fiesta, el gusto por las artesanías y la comida, las maravillas de la naturaleza, la presencia de Dios. Se fue como vivió, en silencio, sin aspavientos, con la tranquilidad del que nada debe ni tiene cuentas pendientes con nadie. Fue discreto hasta para morir, aunque al hacerlo partió irreparablemente nuestros corazones: nos hace tanta falta ahora como entonces.
Hoy recuerdo a mi padre, agradecida de que no viva para atestiguar eso que llamamos la "pérdida de valores", manifiesta en la cada vez más generalizada falta de educación, la ya no aparente sino real ignorancia del sentido de la vida, el desconocimiento de la responsabilidad personal y social que como humanos y miembros de una comunidad tenemos, la ausencia de compromiso ciudadano, la permanente omisión de las normas básicas de convivencia, la indiferencia cómplice ante el deterioro del ambiente, la violencia en todos los órdenes, la pérdida del respeto por todo, la desintegración ciudadana, la devastación de nuestros recursos, el desprecio por nuestra lengua, la destrucción moral, material y política de pueblos y ciudades. Educado y cortés hasta el extremo y con un altísimo grado de civilidad, respetuoso de su propia persona y del mundo que lo rodeaba, fiel cumplidor de la ley por su profesión y por una convicción que resistía toda prueba, mi papá se hubiera muerto -y aquí sí de manera violenta- sólo de imaginar los extremos a los que hemos llegado en la primera década del siglo XXI. ¿Cómo, quien no pronunciaba un improperio ni bajo la mayor presión, podría aceptar el lenguaje de los jóvenes que parecen descargar en el saludo cantidades masivas de rencor acumulado? "Así nos llevamos" -dicen- insultándose "afectuosamente" y sin la menor inhibición de hacerlo ante cualquiera, niño o adulto, hombre o mujer, conocido o no que pase junto a ellos en el momento del coloquio.
Escúchelos usted en la calle, en la escuela, en su casa, en el transporte público, en el futbol o en el supermercado, en el Congreso: sin el menor escrúpulo para decir lo primero que les viene a la boca (que no pasa antes por la cabeza), porque la falta de urbanidad les es hoy tan inherente como el sudor al verano.
Y eso no es nada, pues si les llamamos la atención, si nos quejamos o sugerimos que se expresen de otra forma, entonces sobreviene un silencio más hostil que la verborrea insultante.
¿Y qué decir del comportamiento ciudadano? El actual deterioro de las ciudades -en gobierno, en obra pública, en administración, en confianza, en trabajo- (oficializado por la crisis mundial, pero gestado a lo largo de muchas décadas de corrupción) se comunica a sus pobladores y éstos, conformes con despotricar contra la autoridad y llenar las mesas de café de comentarios virulentos, no se deciden a emprender acciones a las que tienen derecho y de las que, como ciudadanos, serían responsables. Por ejemplo, integrar comités para la conservación de bienes públicos, mantenimiento de cuadras y colonias, embellecimiento de jardines y fachadas, asistencia social, colaboración para ayudar a sectores marginados tan sensibles como los huérfanos y descarriados; o actividades tan específicas como supervisar el orden de los panteones, vigilar el uso adecuado del agua, combatir la insalubridad, denunciar las zonas de riesgo para la población y asegurar su arreglo
Si las plantas se marchitan por falta de agua, no podemos verlas secarse y morir, tomamos la regadera y las rescatamos, pues ellas adornan nuestro hogar y purifican el ambiente. Todo lo que sucede y lo que no sucede en la comunidad nos incumbe, páguese o no a funcionarios que, aunque estuvieran cumpliendo con su obligación las 24 horas del día, no se darían abasto para la atención que requiere una ciudad. Máxime si pasan el tiempo haciendo campañas para perpetuarse en el poder, aunque demuestren su nulidad en el ejercicio del mismo. ¿No sirven? Nosotros tenemos la culpa, pues ahí los pusimos o los permitimos. ¿Sirven? Igual requieren de nuestra ayuda para que las cosas marchen como queremos.
Por años comités ciudadanos y clubes de servicio asumieron las tareas que menciono, no obstante que los administradores y gobernantes trabajaran mejor o no estuvieran tan distraídos por la politización que hoy los enferma. ¿Por qué ya no se trabaja en empresas que finalmente nos beneficiarían a todos? Recuerdo con agrado las brigadas que hacíamos en mi colonia para barrer calles y placitas y quitar la basura de terrenos baldíos, como una forma de convivencia y cooperación responsable para mejorar nuestro entorno. Como resultado de estas acciones, el Gobierno en turno respondía mejorando algún servicio que estuviera fallando, pues se veía obligado a reconocer que el esfuerzo de los colonos merecía su atención. Hoy nos escudamos en la queja, en la acusación, en el pretexto que sea para no hacer nada, y seguimos esperando la varita mágica de una Administración paternalista que nos ponga la mesa y riegue el jardín por nosotros. Creo que ante una situación tan difícil como la que se atraviesa en este momento a nivel nacional, no nos haría daño coger al toro por los cuernos y empezar a trabajar por nuestra ciudad. Hasta puede que nuestras acciones avergüencen al Gobierno y lo hagan responsabilizarse más, pensar en alternativas laborales para los desempleados, cumplir con sus proyectos, imaginar soluciones creativas y factibles para los problemas que nos aquejan.
También puede ser que reaccione cínicamente y nos juzgue como tontos, pero eso no importa: la calle se verá más limpia, los muertos yacerán sin miedo a que sus tumbas sean saqueadas, las paredes no estarán llenas de insultos ni amenazando con caerse, las farolas antes rotas o apagadas alumbrarán nuestras vías y domicilios, los niños de la calle tendrán refugios dignos donde cubrir su desnudez y saciar su hambre y nosotros estaremos dando a nuestros hijos el ejemplo de conciencia ciudadana que tanta falta les hace hoy para respetar y valorar la vida comunitaria.
Papá: descansa en paz. Ojalá desde donde estés nos veas recuperar la ciudadanía, la vergüenza y la ley. Sonríe para que yo te sienta y acompaña mis acciones con tu compromiso y tu fe.