La palabra nos fue otorgada para la buena comunicación verbal y escrita. Con ella podemos exponer nuestras ideas, emociones, opiniones, estados de ánimo, necesidades y una amplia gama de sentimientos, discernimientos y razones para el ejercicio de la libertad de expresión.
Nunca se ha requerido de una cultura retórica para convencer a las audiencias de un plan que resuelva el drama de la crisis económica mundial; para esto sólo se necesita inyectar en los espíritus el valor del trabajo con palabras que prueben sincera convicción, confiabilidad y honradez.
La historia consigna un episodio ejemplar del año 1933, cuando Estados Unidos sufrió en medio de una dolorosa crisis financiera y económica con angustiantes índices de desempleo, carencias e inflación. El desconsuelo traspasaba, como ahora, las fronteras del país allende el río Bravo; pero fue suficiente la convocatoria verbal de un hombre corporalmente desvalido, si bien dotado de energía moral y reconocida capacidad de liderazgo, para trocar los años de aflicción, hambre y desesperanza en una nueva etapa redentora, empeñosa y optimista.
Escuchar por televisión el discurso inaugural de la Presidencia de Barak Hussein Obama nos invita a comparar la actualidad preñada de dificultades que encara el primer mandatario de Estados Unidos frente a la situación deflacionaria que afrontó en el tercer decenio de 1900 el señor Franklin Delano Roosevelt, hace ochenta años.
Desde sus primeros discursos de campaña por la Presidencia de Estados Unidos Barak Obama asemejaba un redivivo Franklin Delano Roosevelt: metido entre la gente indagaba por sus preocupaciones, se informaba de la economía familiar, inquiría los precios de los artículos de ingente necesidad, interrogaba a los adultos mayores sobre su seguro médico.
Confiado en los hombres y mujeres de experiencia Barak hizo suyas todas las quejas y comentarios sobre la situación de la economía. La crucial emergencia anunciada por el presidente Bush había abierto un campo interesante a los precandidatos demócratas, Clinton y Obama, en tanto que sus contrincantes republicanos veían desaparecer el horizonte triunfalista diseñado al principiar la lucha electoral, pues la victoria iba a ser de quienes pudieran actuar con audacia en la captación de simpatías, no de los que presumían el valor de su experiencia en la tarea legislativa.
Barak conquistó la candidatura y al hacerlo mostró una gran caballerosidad con la dama perdedora. La situación del país era cada vez más comprometida, y por más que el presidente Bush intentase truquear el procedimiento electoral, como hizo antes contra el vicepresidente demócrata Al Gore, no le valdría: los demócratas estaban conscientes de que sólo con un gran margen de votos iban a obtener la victoria.
Así sucedió lo que a muchos parecía un milagro distante y el martes 20 de enero de 2009 Barak Hussein Obama juró sobre la Biblia de Abraham Lincoln el desempeño responsable de la Presidencia del país más poderoso del planeta. Más de dos millones de ciudadanos de Estados Unidos caminaron millas para escuchar de viva voz el discurso presidencial; en todo el mundo también fue escuchado a través de la televisión.
Fue un día de fiesta nacional en Washington en el que no bastó la gravedad del momento para agotar el entusiasmo de los hombres y mujeres en aquella asamblea ciudadana. Necesitaríamos mucho espacio para ponderar la importancia del breve, pero intenso discurso de Obama, quien posee la talla oratoria de los grandes líderes de la humanidad. Cada una de sus cláusulas verbales fue recibida con aplausos, y sin embargo habrá que medir el tamaño de los problemas que le heredó el anterior mandatario antes de anticipar júbilo por los cambios que se esperan del nuevo presidente.
Ahora Estados Unidos puede ser todavía el país más poderoso del mundo, pero también es el más endeudado y de acuerdo con los índices actuales el más pobre de la Tierra. Bien podría Obama reflexionar que lo prioritario y trascendente para su gestión no será el retorno al título de país más poderoso y rico sino la conquista de una meta más importante: ser un país autosuficiente y con ello dueño de su destino.
Dadas las dimensiones de la actual crisis, Estados Unidos podría tener esta meta en la diana de sus aspiraciones, y no soñar más, lo que soñaron cuarenta tres anteriores presidentes: gobernar al mundo. Quizá así puedan abrir espacios de paz a sus ciudadanos, que los hogares no se enluten con las guerras y puedan aprovechar su valioso capital humano en la investigación científica para luchar contra enfermedades ahora incurables, prevenir epidemias mundiales como el Sida y rescatar el alto nivel de vida de sus habitantes, actualmente en alto riesgo de perderse.
El discurso de Obama contiene pistas esperanzadoras, pero en Estados Unidos la opinión de su presidente no parece ser única. Los intereses económicos de las grandes empresas mantienen prioridades relevantes e intocables. De ahí que la frase más importante de su juramento sobre la Biblia parezca ser:.. “y que Dios me asista”.