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Es curioso que, mientras la imagen del desarrollo urbano occidental tiene que importarse a un precio altísimo y se implanta violentando el orden cultural nativo, la imagen del subdesarrollo se manifiesta de manera espontánea en todos lados, siempre igual, siempre horrible, naturalmente global. Sean las favelas de Brasil, las ciudades perdidas de México o los slums de la india.
Quisiera Ser Millonario es la historia de un joven sin educación formal, concursante de un show televisivo de conocimientos (versión india del mismo concepto norteamericano). Conforme avanza respondiendo preguntas, va revelando en flashbacks su pasado tortuoso, y las dolorosísimas experiencias vividas que le han permitido dar cada respuesta correcta. Es un artilugio narrativo ingenioso, pero que se escucha mejor de lo que finalmente se plasmó en pantalla.
El director Danny Boyle situó la historia de Quiero Ser Millonario en uno de los barrios bajos de Mumbai (antes Bombay). Este escenario es el principal responsable del alto impacto visceral que tiene la cinta. El desfile orgiástico de colores y texturas, apoyado por un soundtrack pulsante, excita pupila y sistema nervioso, y crea un contrapunto fascinante, culposo, con la trama de miseria, peligro y privaciones.
Muchos acusaron a Boyle de realizar "porno de pobreza", es decir, de explotar con desvergüenza la condición lumpenesca de sus personajes para conseguir fácilmente respuestas emocionales del público. No coincido. La pobreza es lo que es, y Boyle no la glamoriza ni romantiza. Su apuesta pudo malograrse, en todo caso, porque el escenario es tan imponente que podría comerse todo lo demás.
¿Y qué es todo lo demás? Una historia estremecedora de amor y desamor fraterno, que es francamente estrujante durante su primera mitad, cuando los niños son más pequeños; y un romance bonito, pero no tan convincente, que motiva casi todos los actos del personaje principal.
Aderece esto con las miserias humanas del subdesarrollo: la corrupción, el abuso de poder, el crimen organizado, la represión policiaca y la tortura, y tendrá un cuadro que los mexicanos podemos reconocer con facilidad, pero que para los cinéfilos más ingenuos del primer mundo fue una revelación alarmante.
La cinta no es una tragedia de principio a fin. Es una experiencia sensorial importante, accesible y muy recomendable. Boyle no pretende lanzarnos un choro sobre la indigencia, causas, efectos y perspectivas: no es académico, es netamente emotivo. Pero no es ingenuo. Muestra a ustedes, los ricos, que están parados sobre millones de cabezas, y que nosotros, los pobres, somos como la fregada.
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