Escribo estas líneas, justo cuando mi madre está cumpliendo veinte años de haber partido para siempre.
La quiero recordar tal como era: Inteligente, afanosa, tierna, pero enérgica y entregada totalmente a sus hijos.
Dios nos permitió que estuviera a nuestro lado buen número de años, porque la orfandad a edad temprana es muy dura y más la de la madre.
Sin embargo, como más adelante expondré, sé que hay madres que no son ni tan abnegadas ni buenas como uno pensaría, así que no todo el mundo tiene un buen recuerdo de ellas.
Pero la mía no era de ésas, ella se sacrificó siempre por nosotros y nos amó profundamente. Puso todo su esfuerzo a fin de que recibiéramos una buena educación y vivió lo suficiente como para vernos realizados, aunque esta sea una tarea siempre inacabada.
He comentado otras veces, que ella nació en Viesca, en el seno de una familia de clase media y quedó huérfana de padre cuando apenas tenía seis meses de nacida. Es decir, nunca conoció a su padre.
Mi abuela, que desde que perdió a su marido tuvo que ser padre y madre a la vez, fue en consecuencia una mujer muy dura con ella.
Pero la dejó crecer libre, porque ni tiempo tenía para dedicárselo, afanada como estaba en conseguir el sustento para todos sus hijos.
Por eso fue que, su hermano mayor, el de mi madre, mi tío Enrique, hizo en lo posible las veces de su padre.
Pero eso no le valió de nada y apenas terminada la primaria, no obstante haber ganado una beca para estudiar en la Normal de Saltillo, mi madre tuvo que renunciar a ella, por orden de mi abuela y se quedó sin alcanzar su sueño de ser maestra normalista.
Se refugió en su casa y a escondidas de mi abuela, aprendió muchos de los quehaceres domésticos gracias a la paciencia y ayuda de la servidumbre con la que contaba mi abuela. Se metía a la cocina, sin que ella lo supiera y aprendió a cocinar en forma deliciosa. Mi abuela ignoraba todo eso.
Tan lo ignoraba que, se contaba en la familia, cuando mi padre la fue a pedir en matrimonio, mi abuela le dijo:
"¿Usted sabe que se lleva a una mujer que no sabe hacer nada?". Y mi padre le respondió: "No le hace, así la quiero" y se la concedió bajo esa advertencia.
Yo fui un niño deliciosamente desordenado. Llegaba del colegio e iba aventando libros y ropa por todo el pasillo, hasta llegar a mi cuarto donde me cambiaba para salir a jugar. El tiradero lo recogía la muchacha que le ayudaba en la casa. Pero mi madre me volvió ordenado.
Antes de cumplir los diez años, ella se quedó sin ayuda, por economía familiar y se hizo cargo, de entonces y para siempre, de todo el quehacer de la casa.
Acostumbrado como estaba a dejar tras de mí un desorden total, yo seguí con mis mismas prácticas. Ella no me dijo nada, pero cada tarde, al llegar de la escuela, iba recogiendo tras de mí todo el tiradero que dejaba.
Comencé a notar que mi madre iba a mi espalda, levantando todo lo que tiraba y sin decirme nada lo ponía en su lugar, en mi cuarto.
Esa práctica duró como quince días, al final de los cuales me dio pena ver a mi madre agachándose a cada paso a recoger mi tiradero. Ya no lo volví a hacer y desde entonces me obsesiona el orden, porque como ella me decía, "cada cosa tiene su lugar y ahí debe de estar".
Unas buenas nalgadas sí me llegó a dar en varias ocasiones por travesuras graves que había hecho, pero nada que significara en realidad un maltrato físico. Además, ella decía que nos nalgueaba, porque para eso nos las había dado Dios. Luego, andando el tiempo descubriría que sirven también para otras cosas, menos violentas y más deliciosas.
En contrapartida, sé que hay madres que son capaces de maltratar de veras a sus hijos, de abandonarlos o darlos en adopción, con total sangre fría, lo que no hacen ni las bestias.
Que hay madres que maleducan a sus hijos, dándoles todo cuanto piden, sin advertir que lo que ellos buscan es amor y comprensión, así como, que es bueno educar a los hijos con un poco de hambre y un poco de frío.
Hasta el último día de su vida, mi madre me prodigó amor. Y como nadie muere del todo mientras le recordemos, yo siempre la recuerdo igual, con mucho amor.
Porque el amor es lo que debe caracterizar a una madre y ningún otro sentimiento.
Y "hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano".