“El Torreón que vivimos”, es un bonito y nostálgico libro que trata sobre la “Perla de La Laguna” que quedó atrás en el tiempo; sus autores, narran los recuerdos que les alimentan sus espíritus, describiendo de manera simple y romántica: juegos, experiencias, cultura, usos y costumbres de los años cincuenta y parte de los sesenta del siglo pasado.
En esas memoranzas, dejan constancia de su amor por la tierra y las escriben para los jóvenes, quienes quizá por la globalización e internacionalización cultural no las han conocido y, consecuentemente, pierden ese saber, con todo y el enriquecimiento que trae consigo.
Como escribe Germán Froto y Madariaga, uno de los autores: “Así vivimos y nos desarrollamos quienes somos ahora hombres y mujeres del siglo pasado. Sépanlo Ustedes… los que vienen detrás”.
Formamos parte de una generación que recibió de sus antepasados los principios de una cultura regional incipiente, de grandes esfuerzos y marcado orgullo por ser Laguneros; de seres humanos que encontraron en la Aridoamérica la oportunidad de ser, multiplicarse y generar riqueza, venciendo –de venir y ser– el ambiente agreste que la mayoría rechazaría enfrentar, por el temor que despierta su bravura.
Germán, escribe con su particular estilo sobre las posadas navideñas, sus nacimientos con los personajes tradicionales, los rezos dirigidos por las mujeres de “respeto”, que exigían seriedad, atención y participación fervorosa a los más jóvenes; habla de aquella Laguna, que mantenía las puertas y ventanas de las casas abiertas, de “par en par”, para permitir a los vecinos observar los arbolitos de Navidad iluminados. Luego, con su narrativa, nos lleva a recordar o imaginar la llegada de las primeras transmisiones de televisión, sólo a partir de las cinco de la tarde, con programaciones sanas y alegres, que aun permitían a padres e hijos reunirse en la sala a ver, escuchar y comentar.
Tiempos idos, de nostalgia para los mayores que los vivimos; de pérdida de identidad regional de los menores que los desconocen. Hay mucho por rescatar.
Marco Antonio Morán Ramos, abogado, nos da un paseo de memoria por las escuelas primarias de entonces; cuando los profesores buscaban lo mejor de cada uno –educaban– valiéndose de premios y castigos, como aquello de “jalar patillas” hasta lograr que sus pupilos estudiaran. Algo debieron hacer muy bien, puesto que esas generaciones gozan de amplio vocabulario, con muy buena ortografía, además de haber desarrollado gusto por la cultura y la lectura.
También nos cuenta de los juegos de niños, quienes invadíamos banquetas y calles para practicar el “velit”, construido con palos de escoba; o “chinchilaguas” y el “látigo”, preparándonos para las famosas temporadas de competencias con “yoyos” o “baleros”, tiempos que “los de antes” esperábamos con ansia.
Qué diferentes entretenimientos, tan lejanos de los nintendos y las computadoras, equipos electrónicos promotores de la soledad.
El profesor y psicólogo Belarmino Rimada Peña, nos narra sus experiencias “trepado” en el frondoso árbol del barrio donde vivió sus primeros aprendizajes –como el prepúber que era– sobre los ritos del amor romántico; nos recuerda la tradición perdida de las “mañanitas de abril”, cuando los menores, acompañados de sus padres, salían a gozar los frescos amaneceres laguneros, conviviendo, conociendo vecinos y haciendo nuevos amigos, disfrutando de un ritmo de vida ya perdido.
También nos lleva de paseo por los rituales de adolescentes; de las pandillas de “rockeros”, como aquéllos de la Alameda Zaragoza o del barrio del Cinelandia, quienes se enfrentaban a “trompadas” y “pedradas” buscando aventura, respeto y delimitar territorios y posesiones de esas “razas” o grupos de “rebecos”.
Nicolás Zarzar Charur, ingeniero y comerciante, inicia sus narraciones llevándonos con la imaginación a recorrer su mundo infantil, describiéndonos al Torreón religioso, el místico, de fundamentos en valores cristianos cultivados por los laguneros.
Asistir al catecismo, clases sabatinas de preparación para la primera comunión, acto religioso que requería del ayuno en el día, que luego recibiera un marcado descuento para dejarlo en tres horas y finalmente transformarlo en “light”, con solamente una de abstinencia previa al rito.
Recuerda que entonces pocos sabían escribir en máquina y requerían de taquimecanógrafas para cartas y comunicados; o los escritorios públicos, instalados en mercados, con personajes dispuestos a transcribir dictados de enamorados y familiares separados de sus familias, hasta recomponer ideas, terminado por redactar poesías y prosas románticas para los clientes.
Todos narran con nostalgia sus vivencias de “aquel Torreón”, como lo definiera Don Homero del Bosque, que sin duda era menos productivo, pero de mejor calidad de vida.
Aquello de “todo tiempo pasado fue mejor” es parcialmente cierto: para los viejos son memoranzas de los años idos; para los jóvenes, historias que escuchan llenos de incredulidad; para todos, oportunidad de recordar, tal vez narrar a los hijos aquellas experiencias, ofreciéndoles el regalo de compartirlas y disfrutarlas juntos. Le recomiendo la lectura. ydarwich@ual.mx