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Recuperar el espacio público

PERIFÉRICO

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

La inseguridad, la desordenada expansión de la zona metropolitana y el deterioro gradual del entorno urbano han contribuido a alejar poco a poco a los laguneros del espacio público, al grado que hoy éste es casi exclusivamente utilizado como vía de tránsito; sólo en situaciones extraordinarias es usado como lugar de convivencia social. El miedo, la desconfianza, el apuro cotidiano y el desánimo generalizado han obligado a los comarcanos a desenvolverse cada vez más en espacios cerrados y ambientes privados, en donde sólo se tiene contacto con un círculo muy restringido de personas, sean amigos, familiares o gente con la que se comparte momentáneamente un interés específico (trabajo, escuela o esparcimiento). La desarticulación y el aislacionismo, pues, son la marca de nuestra sociedad en estos aciagos tiempos.

En los orígenes de la llamada civilización occidental, el espacio público era vital para el desarrollo de las sociedades. La condición de ciudadanía dependía en gran medida de la posibilidad de interacción física de quienes habitaban la polis griega o la urbe romana. El ágora en aquélla y el foro en ésta fungían como órganos aglutinantes de los intereses particulares que se transformaban entonces en interés común; eran el elemento de cohesión de las ciudades. En esos lugares públicos, abiertos, se debatía, se intercambiaba, se compartía y se festejaba. Quien no participaba del ritual cotidiano de la discusión pública era tomado por idiota, en la acepción original del término.

A las funciones política, económica y festiva del espacio público se sumó siglos después la del esparcimiento, la cual a finales del siglo XIX y principios del XX adquirió un papel preponderante. Hasta hace poco los paseos por plazas, parques y por los centros de nuestras ciudades eran el entretenimiento predilecto de la mayoría de las familias, sin importar su nivel socioeconómico. Si bien es cierto que los avances tecnológicos (Internet, por ejemplo) y la apertura de nuevos espacios, sobre todo los dedicados al consumo (como los "malls"), han cambiado los hábitos de los laguneros como los de los citadinos de la mayor parte del mundo, han sido la delincuencia y el desorden rampantes en las calles de la zona metropolitana de La Laguna las que han obligado a muchos ciudadanos a refugiarse en su hogar y a salir sólo cuando es estrictamente necesario.

De alguna manera, este fenómeno es una especie de claudicación, de derrota de la población frente a la hostilidad del entorno urbano y la incompetencia de sus autoridades, quienes, en vez de cumplir con su obligación de velar por el bien común, agotan sus funciones en excusas, discusiones estériles y en sus eternos afanes electoreros. Los alcaldes y gobernadores presumen cada vez que pueden los resultados de sus proyectos y operativos para mejorar las condiciones de la población y de los lugares que son patrimonio de ella; pero la realidad, esa patente inexorable e implacable, se encarga de poner siempre en su lugar toda la verborrea oficial. No obstante, frente a la parálisis gubernamental, la ciudadanía, en calidad de tal, tampoco se mueve.

Los acontecimientos que congregan a la comunidad -o a gran parte de ella- en el espacio público, en su mayoría no surgen por iniciativa de los ciudadanos, sino que son convocados por las autoridades locales, grupos empresariales o la Iglesia Católica. Dentro de los primeros se encuentran los actos cívicos del calendario oficial y las conmemoraciones especiales como el Centenario de Torreón. Los segundos incluyen sobre todo gestas deportivas, como el Maratón Lala y la caravana por el campeonato del Santos Laguna. Entre los religiosos se encuentran acontecimientos extraordinarios como el Jubileo de Oro de la Diócesis de Torreón y la reciente Erección de la Diócesis de Gómez Palacio, y tradicionales, como las peregrinaciones para honrar a la Virgen de Guadalupe y los viacrucis vivientes del Viernes Santo.

A estos contados actos públicos y multitudinarios, los habitantes de la región acuden no como ciudadanos, sino como invitados, aficionados, espectadores, consumidores o feligreses; lo cual no es malo, mas sí insuficiente. En estos momentos en que la descomposición del tejido social se ha convertido en una grave amenaza motivada por los grandes vacíos dejados por el Estado, y por el avance del crimen, es menester que la ciudadanía tome un papel más activo y salga a recuperar los espacios que hoy han sido secuestrados por la violencia de la delincuencia y la negligencia de los gobernantes.

No resulta extraño que en este tiempo de desánimo y desconfianza prolifere todo tipo de rumores y que cualquier desconocido en la calle inspire el temor más grande. La incertidumbre sobre el futuro inmediato, la ausencia aparente de alternativas, la impotencia frente al abuso y la omisión, y la triste resignación del "así son las cosas", truncan miles de proyectos personales o familiares a la par que resquebrajan el proyecto de la colectividad y redundan a la larga en una malograda sociedad de individuos frustrados que sólo cuentan con paliativos para sobrellevar su trágica situación.

La recuperación del espacio público juega un rol de suma importancia en la articulación de la comunidad y la recomposición del tejido social. En la medida en la que podamos vernos frente a frente en la calle, compartir hombro a hombro un mismo lugar, ayudarnos codo a codo a construirlo y movilizarnos pie a pie para exigir y proponer, podremos también ir extirpando los tumores que hoy nos aquejan y nos mantienen en la zozobra. Porque el éxito de una sociedad no está en la astucia o destreza de sus gobernantes, sino en la capacidad de los ciudadanos de hacerse presentes.

Argonzalez@elsiglodetorreon.com.mx

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