Resulta patético que nuestra idiosincrasia se regodee del fracaso ajeno, y más en este caso, donde en juego se encuentra el fracaso propio. Presente continúa, en nuestra identidad nacional, esa manía tan recurrente de echarle limón a la herida; comportamiento con tintes -incluso, de la muy humana tradición de esbozar una sonrisa ante la penuria del vecino en turno.
Me atrevo a mencionar lo anterior ante el tono de la discusión actual sobre si México se encuentra, o no, en condición de estado fallido (así, con minúsculas). Columnas enteras dan forma al debate: la comentocracia en pleno, la oposición política, los miembros del Gobierno, los chorros de tinta; un ir y venir de letras buscando dónde recalar, como si la adjetivación definitiva significara cimiento para la mejoría, punto de partida, y no esa intención de golpeteo/defensa/debilitamiento del contrario, que logra esbozarse detrás de todo. El regodeo ante el fracaso propio.
Un estado fallido (un estado que fracasa, un estado descompuesto) es aquel que ha perdido el control sobre partes del territorio, ha visto debilitado su monopolio sobre el uso legítimo de la fuerza, tiene incapacidad para la actividad recaudatoria, deficiencia en los servicios públicos que proporciona; dentro de él se han consolidado las fuerzas fácticas corruptas, comúnmente élites, habitantes de la ilegalidad, y la generalidad de la sociedad replica su comportamiento; las élites corrompidas se vuelven detractores. A la vista de todos la situación de México es comprometedora. Ante ello, ante las críticas, ante los juicios sobre la descomposición generalizada del aparato estatal, el Gobierno Federal (así, con mayúsculas) ha respondido achacando la responsabilidad al pasado, a los vicios acarreados por las administraciones anteriores, aduciendo que la construcción del futuro requiere de la solidaridad y confianza ciudadana; reconociendo la gravedad de la problemática, se pide apoyo al ciudadano en búsqueda de mejoría. Las fuerzas opositoras, por su lado, insisten en las fallas recurrentes del Estado, en la situación desastrosa, y ponen limón a la herida. Hay quienes incluso hablan no de un estado, sino de un gobierno fallido, con su implícito mensaje: el remplazo de los que gobiernan mejoraría toda la historia. Las voces van, y vienen, contradiciéndose, defendiéndose, golpeándose, y para el ciudadano de a pie el espectáculo es ridículo y cansador, un recurso más para llenar la página.
El debate estéril acrecienta el debilitamiento colectivo; la cercanía de las elecciones intermedias aderezan la discusión, y voces plagadas de intereses coyunturales nada lo componen.
Es cierto: en nuestra cotidiana realidad, en el acontecer diario del país, hay circunstancias para colgar a nuestro estado dentro del adjetivo fallido. Mas la generalización es incorrecta, y es perniciosa. Las etiquetas irresponsables conducen sólo a círculos viciosos, políticas públicas inadecuadas, mayor inestabilidad y perjuicio conjunto. Debilitándose el grupo en el Gobierno nos debilitamos todos; regodearnos de su fracaso es regodearnos del fracaso propio. Apoyemos ahora a los que tienen el mando. Su fortalecimiento es el fortalecimiento Estado, el fortalecimiento de todos.