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Replantear el desarrollo regional (I)

A la ciudadanía

GERARDO JIMÉNEZ GONZÁLEZ

El desarrollo de una región responde a un conjunto de condicionantes ambientales, históricas, económico-sociales, políticas y culturales, las cuales no actúan por separado sino interrelacionadas. En el caso de la Comarca Lagunera, este espacio geográfico que habitamos desde hace dos centurias, pero particularmente desde que se acentuaron los flujos migratorios a fines del Siglo XIX atraídos por la bonanza algodonera, se ha configurado como región económica influenciada por esos condicionantes, razón por la cual resulta temerario y complejo replantear su desarrollo, pero lo es más dejar que las tendencias que marcan el proceso continúen como están.

Si el temple del lagunero, como dice la publicidad que destaca las cualidades del lagunero como parte de su identidad regional, le ha permitido ocupar y transformar a pulso este espacio geográfico, también le debe servir para reflexionar sobre ese conjunto de factores que han determinado el desarrollo de la región, de modo tal que pueda replantearlos y reorientarlos hacia un horizonte más viable, o como se dice actualmente, de manera sostenible.

Quizá hace siglo y medio cuando se construyen las represas de San Fernando y Calabazas, la percepción que se tenía sobre la disponibilidad de agua era de abundancia y que esos flujos superficiales de los ríos Nazas y Aguanaval se desperdiciaban al ser depositados en las lagunas donde desembocaban, por eso había que aprovecharlos para el riego de cultivos construyendo esas obras hidráulicas para frenar el impulso que traían cargadas de sedimentos que provenían de las partes media y alta de la cuenca hidrográfica; esa misma percepción se debió haber tenido durante la segunda década del siglo pasado, cuando se iniciaron las primeras perforaciones de pozos para extraer agua del subsuelo y también utilizarlas principalmente en la agricultura, o también cuando se construyen las presas de El Palmito y Las Tórtolas, con las cuales no sólo se controlaron las inundaciones que sufría la población en la parte baja que afectaban a las áreas de cultivo y las poblaciones, además de que el control de los flujos de agua sobre los ríos y canales permitiría estabilizar los ciclos agrícolas al suministrar el agua acorde con planes de riego.

Ciertamente, los laguneros que ocuparon este espacio geográfico decidieron soportar las altas temperaturas propias de todo desierto, y no era por menos: tuvieron, en el ámbito del Desierto chihuahuense como ecorregión que abarca 500,000 kilómetros cuadrados, el privilegio que significaba disponer de importantes volúmenes de agua y extensos suelos fértiles, donde fueron pioneros en las actividades agrícolas que explotaron el oro blanco en el que se soportaba el crecimiento económico regional, desde las haciendas incrustadas en los extensos latifundios de Zuloaga, Jiménez y Flores, a mediados del siglo XIX, o de aquellas que posteriormente ampliaron la superficie agrícola como propiedad de compañías extranjeras, Rapp Sommer, Purcell, Lavín, etc., desde el Porfiriato a la tercera década del Siglo XX, pasando por los ejidos y ranchos privados después del reparto agrario cardenista, hasta las actuales empresas agroganaderas que sustentan el principal corporativo lechero-lácteo del país rodeadas de algunos ejidos o grupos ejidales que saldan de las políticas neoliberales del salinismo.

Fueron precisamente esos recursos naturales que se disponían en la gran planicie lagunera, los principales factores ambientales que motivaron "conquistar el desierto" y crear en este espacio geográfico una próspera región económica, que rápidamente atrajo importantes flujos demográficos; el "boom" del oro blanco resultaba atractivo para connacionales de estados y regiones del centro y sur del país, como extranjeros de diversas nacionalidades, pero también sus crisis expulsaron a otros como la 1990-91, que los obligó a emigrar con destino a las fronteras donde las empresas maquiladoras requerían mano de obra.

Sin embargo, la visión económica de nuestros pioneros y sucesivas generaciones que han sustentado su vida en las actividades de ese tipo que se impulsaron comercialmente desde 1830 en que se explota el algodonero en La Laguna, o quienes cambiaron esa especialización productiva de siglo y medio por la producción de forrajes, leche, lácteos y otras actividades integradas a las cadenas agroindustriales y aerocomerciales como la avícola, careció de la otra visión, como se dice en la literatura académica cuando se identifica a la manera de ver la relación entre el hombre y su ambiente, de una cosmovisión que previera los umbrales de la naturaleza de modo tal que las actividades antrópicas no los rebasaran porque entonces sucedería lo que está ya ocurriendo actualmente: la presión sobre los recursos naturales está provocando su deterioro, y éste, entendido como un deterioro ambiental, está poniendo en duda la viabilidad del desarrollo regional en tan escasos dos siglos.

Así, nuestros ingenieros y políticos que construyeron o avalaron la construcción de ese enorme embalse que es la presa El Palmito, de buena fe creyeron en su contribución al desarrollo regional al almacenar o regular, después con Las Tórtolas, algo que los laguneros también hemos creído; sin embargo, después ellos mismos como entes institucionales nos dicen, 40 años después, que la puesta en operación de esta magna obra hidráulica provocó una disminución en la recarga del acuífero principal ubicado en el subsuelo de planicie regional, de 440 Mm3, a la par de que se autorizaba la perforación de casi 4,000 pozos para extraer agua que regara las superficies del algodonero, frutales perennes y forrajes, provocando un desbalance entre extracción y recarga, mismo que aún persiste aún cuando esos pozos se hayan reducido una cuarta parte, convirtiéndolo en un cuerpo de agua dulce sobreexplotado que hoy nos provee de agua de mala calidad para el consumo humano.

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