Es indiscutible que el problema central que se enfrenta en las sociedades actuales, particularmente en los países en desarrollo, lo constituye la pobreza, o quizá para ser más precisos, la desigualdad social; resulta inadmisible que cada cinco segundos un niño menor de cinco años muera por hambre o desnutrición, dato aterrador que nos indica el grave deterioro que vive la humanidad.
Peor aún, a esto se agrega los desequilibrios que sufre la naturaleza producto de la presión humana, donde fenómenos como el cambio climático nos expresan que estamos tocando los umbrales que indican niveles de autodestrucción no vistos en la corta historia civilizatoria; tal parece que en varios centenares de años depravamos lo que la misma naturaleza creó durante millones de años, o lo que la sociedad hizo en otros pocos miles amparada en el paradigma del racionalismo occidental. Lo cierto es que esta erosión social y ambiental enfrenta umbrales que nos indican presente lleno de desastres y un futuro común nada halagador, sobre todo para las nuevas generaciones.
Sin embargo, lo anterior no es algo que ocurra al margen del lugar donde vivimos, sino que es parte de nuestro entorno. En nuestra región existen amplios segmentos de la población en condiciones de pobreza, los cuales, si bien no se encuentran en los extremos de otras partes del país o del mundo, sí hay gente que diariamente sufre para completar una dieta básica para alimentarse, que sus ingresos, cuando los tiene, difícilmente le alcanzan para consumir las proteínas y calorías mínimas que su organismo requiere, y que por carecer de un empleo, o de un empleo que le genere ingresos dignos, ingresa a las largas filas de la pobreza, y ahora también, de la delincuencia organizada.
Pero también es cierto que vivimos en una región donde el deterioro ambiental está a la orden del día; para donde quiera que se voltee, camine o consuma algún bien, cada vez es más difícil reconocer que se respira aire o que se tome agua no contaminados, o que las amenazas que acechan la escasa biodiversidad que aún conservamos sigan presentes. También es cierto que cada uno de nosotros contribuimos a agravar este deterioro desde el momento que no prescindimos de vehículos automotores, no administramos el agua que se nos suministra o seguimos manteniendo patrones de consumo en las actividades agropecuarias, industriales y domésticas que contribuyen a degradar nuestro entorno, haciéndonos tontos ante estos hechos como si nada pasara.
El asunto es que quienes estamos tomando decisiones diarias nos hace responsables ante tales hechos, y una manera de verlos es desde una cohorte generacional, es decir, somos, de alguna manera, parte de una generación que está contribuyendo desde las oficinas de Gobierno, empresas, escuelas, calles y viviendas, quienes hacemos tal o cual cosa o dejamos de hacerla. Por ejemplo, seguimos haciendo algo tan sencillo como tirar basura en los sitios anteriores cuando podemos depositarla en los lugares adecuados, y cuando no los haya deberíamos contribuir a establecerlos, hasta cuestiones más complejas y con mayor grado de dificultad como el hecho de observar a toda esa gente que no tiene empleo o éste no le permite vivir dignamente, o entender por qué tomamos agua con arsénico diariamente en las llaves de nuestras casas.
Somos, queramos o no, parte de una generación que toma, mal o bien, decisiones sobre nuestra vida o de otras personas con las cuales tenemos algún tipo de relación, por lo tanto, pertenecemos a una generación que enfrenta, quizá, mayores retos que las anteriores, porque no sólo estamos decidiendo sobre la vida que nos tocó vivir, sino también por la de las siguientes generaciones. Es, indiscutiblemente, nuestra responsabilidad desde donde estemos, más si en el lugar que nos corresponde decidir implica hacerlo sobre otros, porque estos nos pagan con sus impuestos por los servicios que debemos prestarles, y no servirnos de ellos como, lamentablemente muchos lo hacen. Somos, en pocas palabras, gente que enfrentamos un reto generacional.