Del 20 de noviembre de 1910 a la misma fecha de 2001 contaremos 99 añadas, casi una centuria que va a cumplirse en 2010. Del 26 de marzo de 1913 han transcurrido 96 años. Muy atrás quedó la noche del 15 de septiembre de 1810 y el día 21 del mismo mes, pero de 1821; fecha, la primera, en que los mexicanos declararon su voluntad de ser y permanecer libres e independientes de la monarquía ibérica, un Estado virtual que prevaleció en el país desde que el cura Miguel Hidalgo iniciara la insurgencia independentista en el atrio de la parroquia de Dolores, Guanajuato, sin las menores estructuras políticas.
Hechas sándwich entre las tres centurias permanecen muchas efemérides importantes para la historia nacional, como las leyes de Reforma, la Constitución liberal de 1857 y la defensa patriótica de los mexicanos contra las invasiones estadounidense de 1847 y francesa de 1862 a 1867 en las que importa destacar el protagonismo nacionalista de don Benito Juárez y el apoyo del pueblo al Ejército mexicano. Este mismo pueblo identificó y reconoció, a lo largo del tiempo, el valor y el mérito de los caudillos que encabezaron sus luchas en cada epopeya. Teníamos un país muy grande y soñábamos con un porvenir esplendoroso, siempre en medio de dolorosas carencias; entre muchas otras una homogeneidad de metas que nos impulsara hacia el destino común que todos soñamos. Y es que en eso de soñar somos maestros, mas no en convertirlos realidades y certidumbres.
Cuando no teníamos forasteros como enemigos, peleábamos entre nosotros por un quítame de aquí estas pajas. En disputas así nos sorprendió el veloz paso del tiempo y el arribo del siglo XXI. Ahora, en medio de tales conflictos y de otros peores nos encaminamos al encuentro de la próxima centuria: sin crecer un ápice, sin madurar un grado, sin programar lo que esperamos de nuestra vida pública, sin planificar nuestros centros urbanos, sin cuidar los recursos que parecen hacernos inmensamente ricos, pero solamente enriquecen a unos cuantos, sin un proyecto que valga para nuestras existencias personales y familiares. Y así, en medio de esas frustraciones, vamos a celebrar dos centenarios de historia, pero no creemos cualitativamente, y menos maduramos, empecinados en ser masa reactiva y nada más.
Y esto por, qué caray, los mexicanos sabemos gritar y nos gusta escandalizar, hacernos bola agresiva en las calles, en las plazas, en las carreteras, donde quiera que algún vozarrón sin mensaje convoque a dirimir sus causas personales y las ambiciones de los vivales que dicen son adalides de la democracia.
En México, desde siempre, han peleado los hombres del Estado y los hombres de la Iglesia, aun en los dos sexenios del siglo XXI en que el partido conservador ganó la Presidencia del país. Sus conflictos son por el poder político, no por el ideológico. La Iglesia no puede vivir su propia, natural y altísima misión sin pretender imponerse a las instituciones políticas. Y éstas, a pesar de su poder, no guardan una postura distante, ecléctica y conciliadora en tales disputas. Ambas instituciones han sido las responsables de graves y profundos enconos sociales.
En pozos de incertidumbre caímos, en ellos moramos, por ellos peleamos. Cuánto más nos valdría sustentar nuestras vidas en asuntos trascendentes, sin las rijosidades baladíes en las que ahora desemboca todo diferendo nacional. A menos de tres años de las próximas elecciones federales en que elegiremos presidente de la República, integrantes del Congreso de la Unión e indirectamente a los miembros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, quizá valga la asistencia de los líderes políticos de todos los partidos a un ciclo de jornadas por la paz interior del país. Quizá consiguiéramos a posterior sostener diálogo político que nos aleje de las rijosidades que han dividido a nuestra patria a lo largo de la historia nacional...
