Todos llevamos un viejo dentro, agazapado, casi en plan de semilla si somos lo suficientemente jóvenes, o asomando entre las cicatrices de la cirugía, bajo los afeites y la ropa rejuvenecedora, o manifestándose en las coyunturas que rechinan cada vez que nos agachamos o queremos ponernos de pie de un jalón. Cualquiera que sea nuestra condición, la vejez acumulada o en ciernes es segura. O casi. Signo de los tiempos, es más probable que lleguemos a la 3ª edad, a que congelemos para siempre la flor de la juventud, pues la mayor esperanza de vida antes tan anhelada, hoy es una realidad inquietante. Los ancianos se multiplican como antes lo hacían los niños, pero con la diferencia de que para aquéllos no hay un futuro promisorio de crecimiento corporal y desarrollo intelectual; sus huesos no van a estirarse ni su piel se tensará, tersa y lozana, para contener músculos en plenitud. Cada vez más saludables, gracias a la alimentación, los antioxidantes, la medicina geriátrica y misteriosos complementos vitamínicos, hombres y mujeres rebasan fácilmente las siete y ocho décadas mientras sienten que este mundo que los ayudó a permanecer les va quedando chico. Directos o indirectos, mensajes crueles lo anuncian: hay que dejar el sitio para los que vienen, no entorpecer su andar rápido y seguro, no fastidiar al que escucha, desesperado porque no encontramos las palabras precisas con la misma agilidad con que lo hacíamos ayer.
El tema de la vejez viene a cuento por varias razones: la primera, porque estoy más cerca de ella que de mi juventud y los síntomas son fehacientes; segundo, porque a nivel familiar convivo con ancianos que representan aspectos opuestos de los efectos de la edad: los que la viven como un apagar paulatino y continuo de luces, encerrados en una rutina en la que no pasa nada, excepto el tiempo, mientras ellos tratan de rescatar fragmentos rebeldes de recuerdos que insisten en repetir una y otra vez. Otros, alerta, vivaces, con el entusiasmo de encontrar cada día la sorpresa que dé nuevo sentido a la existencia: una planta floreciente, una nota que no se había alcanzado, el saque que ahora sí pasó la red, el nuevo estadio y la emoción de la liguilla, los amores del nieto y los primeros pasos del bisnieto, el debate de las cámaras, el aprendizaje que antes no tenían o la recuperación del conocimiento olvidado, la ilusión de emplearse en un trabajito poco remunerado, pero real. Unos muertos en vida, otros vivos hasta la muerte.
Por su parte, la sociedad también asume actitudes contradictorias hacia los adultos mayores: desde el desprecio insultante que se adopta ante lo caduco o inútil, hasta el reconocimiento de lo que los años vividos representan: experiencia, saber práctico, fortaleza, sentido común y criterio para resolver problemas. Algunas culturas valoran la sabiduría de los años y depositan su confianza en la gente de edad avanzada, promoviendo el amor y el respeto por aquéllos a quienes los años vividos hacen merecedores de toda consideración y privilegio. Otras, por el contrario, los relegan, dejan de tomar en cuenta sus opiniones, descalifican sus ideas y con palabras o con actos parecen reprocharles su presencia. No obstante, en todos los campos del quehacer humano y en todas las latitudes, ancianos notables se encargan de probar al mundo que las capacidades más nobles no merman con la edad: escritores, músicos, estadistas, líderes políticos y religiosos, filósofos urbanos y campesinos continúan activos y creativos, inteligentes y lúcidos por encima de sus años o, seguramente, gracias a éstos, contribuyendo con sus ideas al desarrollo positivo de la sociedad, siempre que las condiciones en que ésta se desenvuelve lo permitan. Por cierto, ¿recuerda usted alguna cabeza blanca, una piel completamente arrugada y una espalda doblada por la edad entre los funcionarios que hoy ocupan la plana mayor de la política nacional? Yo no. Y me parece que su ausencia va haciéndose cada vez más patente... Claro que la juventud merece oportunidades, pero para aprender no siempre debe echarse a perder algo; también es bueno aprovechar la experiencia acumulada a través del tiempo.
La semana pasada tuve el placer de ver "El estudiante", película de Roberto Giralut que en mi opinión representa la recuperación de una sensibilidad y compromiso social hace tiempo ausentes del cine mexicano. No sé si la cinta tenga suficientes méritos cinematográficos, ni estoy capacitada para juzgarla desde el punto de vista técnico, pero la historia, los personajes, los aspectos de la vida que en ella se exponen y, especialmente, la recepción que ha tenido por parte del público joven, me hacen pensar que es buena y una suerte que hayamos tenido la oportunidad de disfrutarla, cuando la violencia, la inmoralidad y la falta de valores son nuestro pan cotidiano. El tema ha sido tratado antes, pero creo que no por el cine nacional; además, la oportunidad con que llega la película obliga a comentarla. Por una parte, tenemos al anciano jubilado que decide asistir regularmente a la universidad, arriesgándose al rechazo de sus compañeros adolescentes y a la incomprensión de profesores más bien mediocres, temerosos de afrontar una situación inesperada. Por la otra, el conjunto de jóvenes que comienzan a estudiar y van enfrentando los conflictos propios de su edad: el amor, la tentación de las drogas, el impacto de sentirse distinguidos por el maestro estrella y sinvergüenza, la afirmación de sus personalidades, el éxito o el fracaso académico. El encuentro de ambos mundos es inevitable y el catalizador de su verdadera coincidencia será la literatura. La presencia generosa y entusiasta del viejo dispuesto a ayudar a sus compañeros, a revelarles secretos de la vida, aclarándoles textos literarios y confusiones existenciales, promueve en ellos una revaloración de los sentimientos y permite que el devenir de los jóvenes sea parte de la insustancialidad, del placer fácil y la falta de compromiso, para convertirse en algo bello y verdadero. Alma joven atrapada en el cuerpo de un viejo, Chano -caracterizado admirablemente por otro viejo, Jorge Lavat, quien al igual que su personaje nos demuestra que nunca es tarde para la realización y el éxito- enfrenta y supera muchos "perros ladrando": convencionalismos, protestas, vaticinios de ridículo, conflictos generacionales y la pérdida inconcebible de su amor, logrando el equilibrio perfecto de los años con el entusiasmo de la novedad. Su éxito radica en no instalarse en su pasado para imponerlo a los jóvenes, sino en tratar de adaptarse a la realidad de éstos y compartirles posibles herramientas -éstas sí producto de toda una vida- para modificar lo que es feo e indigno, así como la oportunidad de probar sus antípodas: belleza y dignidad. Para quien piensa que la misión de un viejo es esperar la muerte y también para quien, siendo joven, no tiene metas ni persigue sueños, "El estudiante" es un recordatorio amable de que principio y fin son dos extremos entre los cuales hay mil cosas por hacer, pensar, mejorar y soñar. Que el inevitable deterioro de las fuerzas corporales no es tan definitivo como las ganas de disfrutar, la capacidad de asombro, la voluntad para vencer obstáculos y la alegría de presenciar cada amanecer. ¡Bien por los realizadores del filme que se atrevieron a mostrar una realidad actual positiva y amigable, prescindiendo de la violencia extrema, rescatando lo tradicionalmente bueno de los seres humanos y que, a través del protagonista, reivindican al "adulto mayor", ese sector vapuleado por la indiferencia y la incomprensión, convirtiéndolo en un héroe tan inspirador como su amado Quijote!