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¿Servidores públicos?

ADELA CELORIO

Si uno requiere un servicio, digamos bancario, sabe de antemano que cualquier banco le va a quitar un riñón, pero al menos puede uno elegir aquél donde lo hagan con menos saña.

Desgraciadamente no sucede lo mismo cuando se trata de servicios públicos donde el Gobierno detenta y protege el monopolio de certificarnos con actas de nacimiento, pasaportes y credenciales que le permiten identificarnos y seguirnos el rastro hasta que finalmente nos expide el certificado de defunción.

Sin capacidad de elegir, dependemos de los servicios públicos en los que cualquier trámite se convierte en un humillante peregrinaje, en una pesadilla de la que al menos yo, no consigo despertar porque los "servidores" que han de reponerme los documentos que me fueron robados con todo y mi bolsa de mano, y sin los cuales la sobrevivencia en esta capital es imposible; me la están haciendo cardiaca.

Después de pasarme más de dos horas en una larguísima cola de personas que como yo, tramitan la reposición de su credencial de elector, consigo llegar al escritorio donde una mujer de mala cara y peores modos, revisa obsesivamente mi acta de nacimiento, el comprobante de dirección, mi pasaporte, con la clara intención de detectar una fecha vencida, la copia que falta… Ahí es donde aparece la sonrisa de la mujer, porque es ahí donde reside la parte disfrutable del trabajo de todo burócrata: obstaculizar.

Ese es el momento en que la servidora me devuelve el legajo de papeles, -no puede seguir con su trámite porque una de las copias está medio borrada -me informa- y yo mansamente, calladita, me retiro porque sé que no existe otra opción y que tarde o temprano tendré que vérmelas con la misma servidora que insistirá en obstaculizar.

¡Pero esta mujer va a saber quién soy yo! Y me prometo a mí misma regresar pertrechada con fotos de varios tamaños, pasaporte, actas, análisis de orina, recibos recientes de predial y de luz, comprobante de vacunación de mi perro; y todo con sus respectivas cinco copias.

Para no convertirme en un manojo de odio, en el trayecto de regreso a casa trato de convencerme de que los funcionarios públicos son buenas personas y que su perversidad se debe a que han tenido que guardar sus sueños (de universidad, del tallercito propio, o de deslizarse en el tubo de un puticlub) en el herrumbroso cajón de su escritorio, ahí, junto a la lata de leche condensada y las galletas Marías con que alegran la hora del lunch. Ahí, junto al barniz de uñas y el tejido de gancho que guardan para romper cuando pueden su rutinaria tarea de poner mil veces el mismo sello, revisar o escanear otras tantas los mismos documentos; y para organizar en ratos robados al trabajo, alguna tanda, una rifa, vender por catálogo; busquitas en fin, que ayuden a llegar hasta la próxima quincena para cobrar poca cosa, apenas las migajas que dejan los jefes.

Poco dinero que en buena parte deberán entregar a la colega que en los en los baños de las oficinas les vende en abonos ropa, accesorios, maquillajes. Frustrada me repito que para los amargosos burócratas que dan la cara en las ventanillas, cada quincena es cuesta arriba porque el dinero no alcanza, aunque nada es del todo malo ya que también están las propinas, porque: "si usted quiere que aparezca el expediente" o, "depende, si lo quiere urgente pues, es otro precio".

Entre las cosas buenas también está la solidaridad de los compañeros, el intercambio de regalos en Navidad y hasta el cumpleaños del jefe con rebanada de pastel y mañanitas. Y para la tranquilidad de estos servidores públicos, estamos también los ciudadanos, agachones y aguantadores como perros amarrados.

Adelace2@ prodigy.net.mx

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