ace sesenta años, de pie frente a un micrófono en lo alto de las escalinatas de un palacio de la Ciudad Prohibida, y con su irritante voz chillona, Mao Zedong proclamó el nacimiento de la República Popular China. Con ello y de un plumazo, una quinta parte de la Humanidad quedó bajo el control de un régimen socialista. Luego de un cuarto de siglo de guerra civil, de sobrevivir a las campañas de exterminio de los nacionalistas, y de chutarse la Larga Marcha precisamente para no fenecer, Mao se había salido con la suya: el país más poblado del planeta quedaba bajo la égida del Gran Timonel, quien lo conduciría al comunismo y la sociedad utópica.
El asunto le puso a Estados Unidos los pelos de punta: dos grandes países, que ocupaban buena parte de la masa terrestre euroasiática, ahora eran sus enemigos. La idea de una alianza entre la China de Mao y la Unión Soviética de Stalin les producía pesadillas con sudores fríos. Los americanos ajustaron su política exterior a esa contingencia… que realmente nunca se dio en la realidad. La URSS y la China Roja nunca hicieron buenas migas. Y cuando le convino a Mao, recibió con los brazos abiertos a Nixon, nada más para que en el Kremlin les diera el patatús.
Las primeras décadas de la República Popular China fueron de grandes sufrimientos. El maoísmo no produjo ningún progreso en los niveles de vida de la gente; antes al contrario: al año siguiente de su llegada al poder, Mao intervino en la Guerra de Corea, en donde murieron unos quinientos mil “voluntarios” chinos. A fines de la década de los cincuenta, Mao impulsó un novedoso programa económico, que según él haría de China una potencia industrial. El programa, lleno de insensateces y evidentes violaciones al sentido común, se llamó “El Gran Salto Adelante”, y constituye una de las peores catástrofes económicas y humanitarias de la historia: a consecuencia del mismo murieron de hambre quizá veinte millones de personas, y China se atrasó todavía más.
Para fruncir lo arrugado, a partir de 1966 Mao lanzó la Revolución Cultural. Durante este proceso de “purificación ideológica”, China perdió su inteligencia y buena parte de su riquísima herencia histórica y civilizatoria. Al morir Mao, en 1976, China estaba igual o peor que cuando tomara el poder el 1º de octubre de 1949.
Un nuevo grupo se hizo con el control y, echando a un lado ideología y lemas, le impuso al enorme país una serie de reformas que lo han transformado radicalmente en los últimos 25 años. Hoy en día China es comunista sólo en lo político: nadie le puede disputar el poder al Partido. Pero en lo demás, la vida cotidiana china se halla astronómicamente alejada de lo que Mao había pensado.
¿La lección? La ideología no se come. Y cuando se hacen reformas, hay que ir a fondo. A ver si entiende eso nuestra inepta, degradada clase política.