Algunas decisiones recientes de la Suprema Corte de Justicia de México nos han dejado un mal sabor de boca. La decisión sobre los ataques en contra de Lydia Cacho, por ejemplo, a muchos nos cayó como patada en el estómago; y nos reveló la enorme falta de contacto entre los togados y la realidad nacional. La distancia que hay entre su muy miope interpretación de los empolvados volúmenes de jurisprudencia, y lo que irrita y agravia a una sociedad ya muy irritada y agraviada.
Pero como México no hay dos: hay veinte. O treinta. Otros altos tribunales alrededor del mundo de repente también salen con su domingo siete. Un ejemplo reciente es lo que sentenció el Tribunal Constitucional de Perú hace unos días.
Resulta que un conserje que trabajaba para la administración municipal de Chorrillos, un suburbio de Lima (pareciera que medio Perú es un suburbio de Lima) fue despedido de su empleo por haberse presentado perfectamente borracho al trabajo. El empleado, llamado Pablo Cayo, no negó en ningún momento que hubiera estado intoxicado. Simplemente, que le parecía excesivo el castigo. Y el asunto llegó hasta lo más arriba del sistema legal peruano.
Y el más alto tribunal del país andino dictaminó que al señor Cayo lo debían restituir en su trabajo. El razonamiento fue que, pese a su estado incróspito, no ofendió ni le hizo daño a nadie; así que el despido era un castigo excesivamente duro e inmerecido.
Además, el Tribunal dejó claro que no admitirá ninguna apelación. O sea que palo dado, ni Dios lo quita.
Distintas instancias de Gobierno reaccionaron con indignación. El Ministro del Trabajo peruano, Jorge Villasante, comentó que no era ninguna buena idea el relajar las reglas en los lugares de trabajo. El encargado de la administración de Chorrillos, Celso Becerra, echaba humo por las orejas, comentando: “Hemos despedido a cuatro empleados por llegar borrachos al trabajo; dos de ellos eran choferes. ¿Cómo podemos permitir que trabaje un ebrio, si puede atropellar a alguien?”
Bien mirado, el veredicto del alto tribunal peruano es una tontería. Una persona inhabilitada, así sea muy pacífica y modosita, y no pase de ofender con el tufo, puede causar accidentes que le afecten a él y a sus compañeros. Por no decir nada de la calidad de lo que realice… y que, en este caso, es pagado con el dinero de los contribuyentes.
Con otra: a partir de este dictamen, ¿podrán llegar a trabajar todos los peruanos con medio estoque dentro, y alegar que legalmente no los pueden despedir? ¿Dieron los jueces peruanos una carta blanca (no es chiste) a los Empédocles Etílez de por donde el cóndor pasa, licencia para hacer de las suyas en la chamba? Después de todo, parece que Latinoamérica sigue siendo una novela surrealista.