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Si quieres hacer reír a Dios

ADELA CELORIO

Crisis o no, un poco de sol y de mar nos vendrían muy bien, le dije al Querubín y así estuve dale y dale hasta que lo convencí: el próximo jueves nos vamos a Acapulco pero sólo por una semana- me advirtió. ¡Gracias Señor por los jueves, agradecí al despertar y comencé a hacer mis planes: Que el camino sea bueno, que el mar no se mueva de su lugar y en el restaurantito italiano que nos gusta, sigan cocinando la deliciosa pasta marinera. Beberemos frescas jarras de sangría y bien embadurnados de bloqueador, nos echaremos en las tumbonas a leer sin límites.

Eventualmente miraremos a los golfistas que en pequeños grupos pasan frente a nosotros sin prisa, disfrutando del verde exuberante de los campos. El edificio que compartimos con otros dieciocho condominios, es pequeño, antiguo, y tiene una magnífica vista sobre el bosque del Centro de Convenciones. Al frente el mar que desde nuestro noveno piso se mete por los ventanales de la estancia toda blanca salpicada de rojos y frescos motivos de sandía. El único lujo es un gran librero y por supuesto una televisión que es el más sólido lazo de unión de la familia que en esta ocasión no nos acompañaría porque con las vacaciones, todo mundo cogió su camino y su santidad. Mejor, así podremos escuchar boleros, jazz y pasos dobles sin que nadie nos acuse de decrépitos musicales. Será una semanita pero estaremos tranquilos y relajados.

Todo eso le conté a Dios la mañana del jueves y debe haberse reído como loco porque; cuando chula de bonita yo, bajé la escalera estrenando mis chorcitos de lino color palo de rosa a juego con la camiseta de suave algodón egipcio, tocada con sombrero jipi japa y calzada con unas sexys y traicioneras sandalias que en los últimos cinco escalones de la casa hicieron su mejor truco arrojándome de bruces hasta el piso. Los huesos resistieron bien y los cortes que el filo de los escalones hizo en mis piernas, no fueron nada comparados con la masacre que era mi nariz. Sin sombrero, con la camiseta empapada en sangre, y sosteniendo con ambas manos mis pedazos de cara, nos dirigimos al hospital Ángeles, donde mientras el Querubín demostraba por todos los medios que era solvente y firmaba por anticipado mi acta de defunción, insistí en contarle mis planes a Dios: en cuanto me cosan las heridas nos vamos a Acapulco.

Esa es la parte donde el Señor debe haberse carcajeado. Evidentemente tenía otros planes para mí. Después de una operación de emergencia, permanecí en el hospital conectada a un monitor hasta el día siguiente. Ahora respiro con dificultad a través de dos popotes que el cirujano plástico introdujo por mi nariz para canalizar la sangre que según sus pronósticos fluirá durante varios días. La férula que apuntala las fracturas cubre el tru-tru con que cosieron la herida, y por el sadismo con que me arrancan de la cara la tela adhesiva con que sujetan las curaciones, tengo la impresión de que las enfermeras me odian. Desde mi silencio las correspondo ampliamente mientras elucubro refinadas venganzas para las enfermeras, para las traicioneras sandalias y hasta para los inmensamente ricos propietarios del hospital que se ensañan como bandoleros con la cartera de los pacientes. ¡Mier...¡

Estoy consciente de que si todo saliera como lo planeamos por la mañana, los humanos seríamos unos pobres desgraciados con fecha de caducidad. Lo maravilloso de la vida es la forma en que se saca las sorpresas de la manga, hace giros de noventa grados y nunca deja de sorprendernos. Aunque por aquello que decía mi abuela de que "si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes" yo a ese Señor de loca vuelvo a contarle algo.

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