Si en un acto fantástico los políticos rindieran cuentas, ese informe dejaría pasmado al auditorio por su brevedad. Ese político se llevaría más tiempo en llegar hasta el micrófono que en hacer uso de él. No podría ser de otro modo que el de: sin novedad en el frente. Punto.
Ese político no estaría en condiciones de abundar. Así dijera que había ido aquí o allá, que había participado en tal o cual foro, que había asistido a quién sabe cuantos millares de actos públicos, que había pronunciado tantos discursos, que había ganado el debate a este adversario, que había entablado importantes negociaciones con aquel sector, el efecto de su acción no arrojaría un solo resultado. El decorado de su ineficacia sobraría.
En ésas estamos, pese a la intensidad en el movimiento, no hay desplazamiento. No hay novedad en el frente. El país se encuentra estancado por una subcultura política que, a pesar de adornos y molduras, no puede ocultar su carácter disfuncional. Lo absurdo de esa situación marcada por el vértigo es hacer creer en una dinamicidad que, en realidad, resume un terrible despilfarro de esfuerzo, tiempo, recursos y energía. Un vértigo que gira sobre su propio eje, sin registrar desplazamiento alguno.
La política mexicana y sus protagonistas no arrojan resultados y lo malo está en que, cuando la política no sirve, esto es, cuando no hay capacidad de negociar y acordar, los conflictos y los problemas se agrandan, se complican o, bien, se suplantan con algún nuevo enredo que se desvanece sin resolver el anterior. Si hay desplazamiento en esa situación es para atrás: se involuciona, no se evoluciona.
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Desde hace años el país sufre esa circunstancia y frente a la ineficacia de su quehacer, los políticos insisten en ofrecer grandes reformas que supuestamente constituirán un parteaguas e invariablemente concluyen en un remiendo o parche, por no decir en una mediocre reformita.
La gran reforma del Estado, la ineludible reforma fiscal, la necesarísima reforma laboral, la imprescindible reforma energética, la socorrida reforma de la reforma electoral son los temas donde los políticos se resecan la garganta sin nunca correr el peligro de quedar afónicos. Sexenio tras sexenio es el mismo cuento, sin esa gran reforma -cualquiera que ésta sea- no se puede hacer nada y, como no se puede la reforma, no se hace nada. El parte que rinden es: se hizo lo que se pudo, y lo que se pudo es nada.
De esa manera, se llega al colmo del absurdo. En un país que no cree en las leyes, se reforman a medias una y otra vez las leyes que, a la postre, no configuran el marco de la acción de gobierno.
Bajo el disfraz de promover grandes reformas, se renuncia a emprender acciones pequeñas o concretas probablemente no muy vistosas, pero sin duda más eficaces. Esa renuncia se justifica en un engaño. Nuestros políticos son hombres a los que gusta dar grandes pasos, pero como no pueden darlos entonces no dan ninguno y, desde luego, recurren al expediente de no me dejaron, me boicotearon, fraguaron un complot, no fue lo deseable, pero sí lo posible...
Emprender acciones concretas, focalizadas y precisas no se les da a nuestros políticos porque, ésas, no llevan necesariamente a quedar inscritos en la Historia Nacional (sí, necesariamente con mayúsculas) y, sobra decirlo, nuestros pequeños políticos se conciben a sí mismos como grandes políticos. Quizá por eso hay más concursos de oratoria que de administración pública.
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El problema de esta circunstancia es que, aunque la ciudadanía cada día se hunde en el descreimiento, los políticos siguen creyendo en sí mismos.
Desayunan acompañados para tratar un asunto importantísimo, toman infinidad de cafés porque la agenda está colmada de comidas y cenas de trabajo, además de otros compromisos, y en verdad le dedican horas a la grilla, pero muy poco al trabajo político discreto y creativo. La cosa es que su espectáculo no da más.
Ellos mismos saben de su fracaso, pero intentan disfrazarlo de victoria. Día a día echan mano de ese ardid.
Así, un diputado voltea a ver al funcionario que interpela, exigiéndole mirarlo a los ojos, lo vapulea con su oratoria inflamada, termina su show y baja de la tribuna como si fuera Napoleón. Un senador que vive la frustración de no ser el presidente de la República se envuelve en la bandera de la defensa de los contribuyentes y anticipa su voto contra el incremento de los gravámenes propuesto por el gobierno de su partido y, luego, explica que cambió su parecer por profundo sentido patrio, siendo que en realidad quería halagar a los patrocinadores de su próxima precampaña presidencial.
Así, el jefe del Ejecutivo se lanza contra los grandes corporativos acusándolos de exigirle lo que ellos no ofrecen. Le resulta inaceptable que le pidan recortar el gasto público, cuando ellos evaden el pago de impuestos. Se emparenta así con su principal adversario, reconociéndole -sin decirlo, desde luego- que siempre ha tenido razón pero, obviamente, elude llamar por su nombre a esos corporativos y evade emprender una acción directa y concreta contra uno solo de esos corporativos que, según lo dicho, serían dignos candidatos a una auditoría fiscal.
Así, un gobernador instruye a "su" Congreso a defenderlo porque el costo político de haberles extendido inconstitucionalmente su mandato no quiere cargarlo él solo y, entonces, vienen los desplegados hablando de ese gran visionario que es Juan Sabines, un estadista que le ahorró dinero a Chiapas, dándole un tijeretazo a la democracia; sin embargo, después jugar al gato y al ratón con esa polémica reforma, ahora resulta que van a reformar la contrarreforma para poder decir: "aquí no pasa nada". O, bien, ahí está el gran Ulises fascinado por el nulo efecto de la opinión de la Corte, señalándolo como participante en la violación de las garantías constitucionales.
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Un parte sin novedad en el frente, en la circunstancia nacional, es un parte sin sentido.
En la subcultura de nuestra clase política se ha llegado a creer que un gran estadista, Vicente Fox era un maestro en esto, es aquel que evita que ocurran cosas. Pues bien, a pesar de esa idea, están ocurriendo cosas: la disfuncionalidad de la política no impide que en la bajo-alfombra del país se esté generando un enorme descontento, una inconformidad de la cual la clase política no tiene el mapa del hartazgo. Pueden seguir con el parte de sin novedad, pero por curiosidad deberían ver hacia abajo y arriba. Algo está ocurriendo, a ver si lo descifran.