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Sirenas de Nueva York

ADELA CELORIO

Toda ciudad tiene su propia voz, pero Nueva York tiene muchas: el fragor del tránsito, la premura belicosa con que se mueve la gente, los autos disputando el espacio, la sorpresiva trompeta que gime en cualquier esquina, el grito desesperado de hombres y mujeres que enfermos de soledad, sostienen airados desacuerdos con interlocutores inexistentes. Muchas voces tiene esta ciudad, pero el ruido de fondo con que nos recibe y seguramente nos despedirá, es el del ulular de ambulancias y patrullas.

El gusto de estar aquí, es inseparable del alivio de no estar en mi Distrito Federal, acotada por la pesadilla de los tapabocas y la histeria colectiva que nos provoca la epidemia de políticos imbéciles y corruptos, y la menos nociva, pero epidemia al fin, de la influenza. -Nos van a echar de aquí- le advierto a mi niña después de estornudar varias veces en el restaurant donde cenamos. (Manhatan nos ha recibido con un clima muy hostil).

Pero nadie pestañea porque aquí todo el mundo está a lo suyo. Mejor, así podré recargar tranquilamente mis baterías, y asumir una vagancia restauradora que despierte mis sentidos adormecidos por la rutina y el cansancio.

Situada a una distancia confortable de las cosas: lo que pasa en México me queda muy lejos y lo que ocurre por acá donde sólo estoy transitoriamente, no alcanza a tocar mis terminales nerviosas. De pronto me despierto llena de energía y con una sensación de felicidad recobrada.

Me urge salir a pisar la ciudad y oler a mi paso el aroma de las pizzerías, de los perritos calientes y los pretzels que venden en la calle. Quiero verlo todo, aunque con sólo cuatro días que durará la escapada, lo obligado es elegir. Pero la fuerza centrífuga de la ciudad nos traga, y sin pensarlo ya estamos gozosas trotando en Central Park, donde desde muy temprano todo es movimiento: corredores, patinadores, gimnastas, ciclistas, o simplemente turistas activando sus cámaras digitales. Después de una larga caminata nos arrojamos sobre el primer "Deli" que nos queda al paso, para desayunar unos huevos Benedictinos que por las dimensiones del plato en que los sirven, deben haber pertenecido a un gigantón. Los monumentales sandwuiches de pastrami son otra tentación en la que caemos, mientras con la boca llena criticamos a los gordos.

Ya me canso de comer y no amanece. Después, estamos en condiciones de hacer un plan de acción. -¿Primero el Metropolitano o el MOMA?-, -yo quiero conocer el nuevo edificio de Apple-, -y yo, oír jazz

El día es melancólico y gris, el aire pesado. Unos gruesos y helados lagrimones me sorprenden. Creí que pasado tanto tiempo, el lugar me dejaría indiferente, pero no es así. Tras el enrejado, las máquinas excavadoras trabajan para devolver la vida a un espacio muerto. Volvimos en Metro a la vida de esta ciudad que navega entre ríos de burbujeante champaña y oscuros charcos de miseria. Frente a una lujosa joyería, una mujer alivia el frío golpeando los pies contra el piso mientras colecta donativos para la Asociación de personas sin hogar. El quiosquero a quien compramos una revista, cuando vamos a pagar nos deja con el dinero en la mano, porque inesperadamente extiende un tapete en la acera; y en posición supina pega la frente al piso y se concentra en su oración. Dejamos la revista en su lugar y nos vamos. ¿Que qué estamos haciendo mi niña y yo en Nueva York? Ni idea.

Adelace2@prodigy.net.mx

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