Mientras intento escribir este artículo se escucha la extrañeza del silencio urbano. Calles hechas para el ruido y el movimiento convertidas en ductos callados y vacíos. El presidente de México habla tratando de demostrar que su Gobierno actúa con responsabilidad y transparencia. El Gobierno de los Estados Unidos declara una emergencia sanitaria. La cabeza de una dependencia nacida para defender a ese país de los terroristas da la cara frente a la crisis provocada por un virus desconocido. Los medios informan de la propagación de una incógnita terrible: un virus del que poco se sabe, pero que puede ser mortal. Las organizaciones internacionales son más toscas que los gobiernos en el manejo de la información: hay que estar preparados para lo peor, dicen. La situación tiene potencial pandémico. La incertidumbre, el temor no se quedan detrás de la puerta: todo se percibe de modo distinto. ¿Es normal este estornudo? ¿Este dolor que siento en la garganta es indicio de otra cosa?
No es el momento de evaluar si el Gobierno actuó con la prontitud necesaria, con la energía debida, con la determinación que las circunstancias imponían. Carecemos de la información necesaria para elogiar o criticar la acción del Gobierno mexicano. Lo que merece un comentario en esta hora de urgencia, es el reto que plantan frente a nosotros los nuevos peligros como éste, el de la gripe porcina. Eso que llamamos modernidad tuvo como imagen del futuro una prosperidad despejada y tranquila: la razón habría de liberarnos de las desgracias del azar, de los azotes de la naturaleza. La casa de mañana nos pondría a salvo de los infortunios que padecían los primitivos: inundaciones, terremotos, guerras, pestes. Una casa a prueba de cualquier desgracia. Pues bien, si la modernidad llegó no nos entregó nunca esa tranquilidad; si ya se fue, lo que nos abastece su sustituto es una avalancha de flagelos, de contingencias, de agresiones, de incertidumbres. Con buena razón, el sociólogo alemán Ulrich Beck habla de nuestra sociedad como la "sociedad del riesgo." La producción de riqueza, los avances tecnológicos se acompañan de una abundante producción de peligros.
Por supuesto, no es la era moderna la que inventa el riesgo. El azar amenazante ha existido siempre. La novedad es que los riesgos de ahora tienen escala planetaria. A lo largo de los siglos, muchas comunidades en la historia han devastado sus recursos naturales y han vuelto insostenible su sociedad. Pero ahora el cambio climático afecta a todos, a quienes han depredado sus bosques y a quienes los han cuidado. Estar lejos del desaseado no es alivio. Lo que se haga en una punta del continente puede rebotar de inmediato en el otro extremo. Las fronteras políticas son absolutamente irrelevantes para la atención de los peligros contemporáneos. Lo mismo puede decirse de las epidemias financieras o de los contagios virales. La naturaleza de los riesgos que nos angustian es también distinta. Ya no podemos decir que se trata de riesgos que son resultado de alguna insuficiencia tecnológica, de información insuficiente o de falta de previsión, de retrasos o vestigios de la premodernidad. Es la misma modernización la que ha producido y propagado las inseguridades que nos marcan. Vivimos en la sociedad del riesgo, apunta Beck, porque las fuerzas predominantes en la historia contemporánea son las consecuencias imprevisibles de éste o aquel accidente.
Nuestro futuro está marcado por la inseguridad. Nuestra sobrevivencia (la palabra no es exagerada) depende de nuestra capacidad para anticipar y responder a los riesgos. La política encuentra aquí exigencias portentosas: anticipar lo que es apenas previsible, reaccionar con prontitud ante diagnósticos imprecisos e información incompleta. A los dispositivos tradicionales del poder-la imposición de medidas coercitivas- tiene que sumarse un instrumental gastado, pero indispensable: la comunicación persuasiva. Por decreto se puede cerrar la frontera, pero será imposible legislar el hábito. En nuestro caso, la clausura temporal de las escuelas el viernes pasado habrá sido una medida pertinente. Será insuficiente si el Gobierno no logra trasmitir a la población la necesidad de cambiar costumbres para prevenir la propagación del mal. Esas son las dos vertientes de la acción gubernamental: aplicación de medidas obligatorias y difusión de información para alertar a la población. Al final del día, el Gobierno es impotente ante los nuevos riesgos si no es capaz de convocar a la gente. Una palabra olvidada reaparece como dispositivo fundamental para la eficacia política en estos tiempos: confianza. Si el poder público no es capaz de alimentar el crédito de la ciudadanía, si permite que su palabra se deprecie resultará inerme frente a los riesgos que vienen.