Salud, seguridad y solvencia económica son los bienes más preciados para la generalidad de los humanos. Estar sanos, vivir sin el temor a ser violentados en nuestra persona o propiedad y contar con lo necesario para subsistir, son deseos que han movido a civilizaciones enteras a lo largo de la historia de la humanidad. Los niveles de bienestar de una comunidad se basan hoy en gran medida en la satisfacción de cada uno de esos deseos.
La historia nos muestra que cuando la adquisición de cualquiera de los tres bienes mencionados se ve amenazada para la mayoría de la población, las sociedades pueden entrar en procesos de inestabilidad e incluso de fractura. Pero ¿qué pasa cuando, como ahora, esa amenaza se cierne sobre los tres? Aventurar una respuesta resulta complicado. Lo cierto es que hoy nuestro país y nuestra región se enfrentan a enormes desafíos, quizá como nunca antes se había visto.
Por una parte tenemos el creciente problema de la inseguridad pública. Día a día vemos cómo se multiplican de manera alarmante no sólo los homicidios consecuencia de la guerra que se libra dentro de y contra la delincuencia organizada a lo ancho y largo del territorio, sino también el número de ciudadanos comunes víctimas de este cruento conflicto. En La Laguna, donde salir a la calle se ha convertido en una peligrosa aventura, en menos de un mes hemos sido testigos de tiroteos en los que dos niños han sido heridos de bala, uno de los cuales falleció y otra se debate hoy entre la vida y la muerte. El único error de estos pequeños fue estar en el lugar y momento equivocados. A lo anterior hay que sumarle los innumerables casos de secuestro, asalto, robo y extorsión que lamentablemente se han ido convirtiendo en parte de la cotidianidad de nuestra otrora tranquila región.
Además de la incertidumbre provocada por la delincuencia, está la que genera una crisis económica mundial de la que todavía no se conoce cuáles serán sus consecuencias en el mediano y largo plazo. Ni siquiera los más reputados analistas atinan a pronosticar cuándo es que tocaremos fondo. Mientras tanto, los efectos ya los empezamos a sentir en el país y en la región: desempleo, nulo crecimiento económico, desplome del comercio, encarecimiento de productos, cierre de industrias y negocios. El miedo a quedarse sin trabajo se ha transformado en auténtico terror que sobrecarga las mentes y los cuerpos de estrés. Tan sólo en Coahuila de octubre a marzo se perdieron alrededor de 34 mil empleos. Las familias replantean sus proyectos: viajes, compras, remodelaciones en casa, salidas de esparcimiento, todo se modifica bajo la óptica de la temible crisis económica, para muchos la más grande de las últimas siete décadas.
Pero como si no tuviéramos suficiente con los dos problemas arriba mencionados, de una semana para acá nos enfrentamos a una alerta sanitaria sin precedentes, según las autoridades federales. Al momento de escribir esta columna, las cifras oficiales arrojaban 103 muertos y mil 614 personas sospechosas de haberse contagiado con el virus de la influenza porcina. La alarma encendida por la Presidencia de la República de la que han hecho eco gobiernos de otros países y la propia Organización Mundial de la Salud, ha desatado en la población una ola de pánico. Aunque en La Laguna no se ha registrado todavía caso alguno, la venta de antivirales y tapabocas se ha disparado en las farmacias. Y la gente se pregunta insistentemente qué va a pasar, trata de mantenerse conectada a los medios de comunicación que llenan sus espacios con recomendaciones a la población, y empieza ya a elaborar todo tipo de teorías de la conspiración. Los lugares antes concurridos hoy lucen desolados. Ya se habla de que posiblemente estemos frente a la pronosticada pandemia del siglo XXI.
Las tres amenazas descritas que convergen en un mismo momento han puesto en jaque no sólo a las autoridades e instituciones sino a la sociedad entera de una forma inédita. Quizá nunca nuestra capacidad de resistencia y adaptabilidad había sido sometida a una prueba semejante.
Hace tres días estuve en la Ciudad de México. Cuando me trasladé por la mañana del aeropuerto Benito Juárez a un hotel de Paseo de la Reforma en el que iba a participar en un panel sobre periodismo, en las calles apenas empezaba a reflejarse el temor por la nueva amenaza que tiene hoy a medio mundo en vilo.
Por la tarde, de regreso a la terminal aérea, la desolación en las calles era evidente. Varios de los pocos conductores y transeúntes que recorrían inusualmente rápido las arterias de la inmensa ciudad traían sus rostros cubiertos con tapaboca. En la radio no se hablaba de otra cosa que no fuera la epidemia de influenza porcina.
Mientras caminaba a la sala de abordar iba pensando en la dificultad y complejidad de los tiempos en los que nos tocó vivir y en cómo el tema de la extraña gripe había desplazado de la noche a la mañana a los graves problemas de inseguridad y crisis económica que enfrenta México.
De pronto, la fuerte luz de un anuncio llamó mi atención y volteé para observar una leyenda que estaba colocada sobre una colina al estilo del famoso letrero de Hollywood, que decía: "Vivir es increíble". No recuerdo qué promocionaba el anuncio, pero la frase me pareció primero una ironía, por interpretarla como "vivir es fascinante". Luego, al modificarle el sentido, me pareció una gran verdad. Y es que, en medio de todos los peligros -sanitarios, económicos y criminales- que encaramos diariamente los mexicanos y los laguneros, vivir resulta algo realmente increíble, tan increíble como un "milagro".