Vivir el Día de Muertos en el sur del país, o hacerlo en Hoolloween, en el norte, son dos vivencias muy distintas.
Ahora, que por circunstancias que no vienen a cuento, estoy en Campeche, me percato de esta enorme diferencia y creo sinceramente que la festividad del Día de Muertos, es superior a la tradición norteamericana.
En primer término, el Día de Brujas es una mera ficción, en ocasiones hasta exagerada por las leyendas urbanas a las que son tan afectos los norteamericanos. En cambio, el Día de los Muertos, se una hermosa tradición de honrar la memoria de nuestros ancestros, con el añadido de sobra conocido de que: "Nadie se muere del todo mientras lo recordemos".
Pero además, todos sabemos que las brujas, como tales, no existen, por más de que algunas lo parezcan verdaderamente.
Nosotros no acostumbramos cultivar calabazas para hacerlas lámparas ese día, ni pedimos dulces amenazando con hacer una travesura si nos los niegan.
Los diablos los usamos en las pastorelas o para quemarlos en Semana Santa, pero no le rendimos tributo, por más tentadoras que sean sus ofertas.
Las momias y los vampiros si acaso los hay, son propios también de otras latitudes; y para eso nosotros tenemos personajes más siniestros como La Llorona o el Chupa Cabras.
Por cierto, en mi niñez, La Llorona solía aparecerse por el rumbo de Lerdo y los machos cabríos se usaban para asustar a las muchachas e impedirles ir a los bailes, en donde decían que se aparecían, aunque no servía de nada, porque ellas de cualquier manera se iban a los saraos, tomando siempre la precaución de verles, antes de aceptar la invitación a bailar, los pies a los solicitantes.
Pero la festividad de los muertos, tiene un encanto sin igual. Los altares y las ofrendas, son en verdad recuerdos permanentes de cuando ellos estaban vivos.
Además, el sincretismo, entre la tradición pagana y lo religioso, le da un toque macabro, que no impone miedo, pero sí respeto por ellos.
En el sur, los panteones se iluminan, como si fueran barcos que surcan la noche, en medio de una fiesta constante de ricos olores a comida y bebidas, para nosotros hasta cierto punto desconocidos.
El olor de las velas, despide una fragancia asociada irremediablemente con la muerte y las flores llenan de colorido los lúgubres cementerios.
Las calaveritas de dulce hacen las delicias de los niños que no ven la hora de abalanzarse sobre ellas para devorarlas.
Pero simboliza también el hecho de que el mexicano, se burla hasta de ella, porque al fin y al cabo "nos pelan los dientes".
La coqueta catrina, aun en huesos, se pasea alegremente entre las tumbas y se insinúa a los deudos, como queriendo adelantar su hora de partir al más allá.
Las hojas con calaveras de los principales políticos nacionales, dan cuenta de las venturas y desventuras de éstos y es otra forma que tiene el pueblo de burlar el poder que dicen ostentar, que al final no es tan poderoso como el de la muerte, que a todos nos iguala.
Por otra parte, en los altares se mezcla lo mismo las deidades indígenas, con las cristianas, sin mayores distinciones, lo cual revela que por más que los españoles quisieron extinguirlas, esas deidades siguen vivas en la mente del pueblo y se les rinde culto, como a otros santos.
Bendito pueblo el nuestro que no abandona sus tradiciones ni acepta, como en el norte, tradiciones llegadas de otras latitudes. Lo nuestro es nuestro y punto.
Aquí la muerte no emerge de un sembradío de calabazas, sino que surge de la tierra misma, que abre sus entrañas para que todo el que quiera vuelva a convivir con los suyos, así sea un día cada año.
Estoy seguro que si la catrina se encuentra con alguna bruja, se la lleva directo a los infiernos, porque es inmune a los poderes de cualquier ser demoníaco.
Pero por lo demás: "Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano".
