"No tardo, amor" -me dijo, perdiéndose en las tiendas del pasillo de enfrente. Y me dejó divagando desde mi barricada de bolsas.
Rumiaba a mi lado una rubia de gafas, más entrada en carnes que en años. Algo decía del clima, de un prolongado viaje con sus hijos a Kansas, de México que le "fascina" por soleado (very sunny, my dear
Esa mujer hablaba sin parar. Pero no obviaré en detalles. Sólo diré que imaginé incluso un calcetín húmedo incrustado en su mazorca. Aunque sin decirle nada. Me limité a asentir sin escucharla, mientras pasaban los minutos. Para mi suerte me sentí más tranquilo cuando la vi marcharse. Viendo las presurosas rubias que pasaban con sus bolsas, seguidas de rubios también presurosos.
Después vi llegar a esa familia de mexicanos alborotados, que podrían provenir de cualquier ciudad del norte. Versaba su discusión sobre la comida. El padre era el único que quería comer, mientras madre e hijos -mayoría abrumadora- deseaban seguir comprando. El argumento básico era que les faltaban tiendas y había poco tiempo. Algo incluso comentaron sobre la luz verde en la aduana.
El padre tuvo que asentir silencioso, acomodándose sentadito a mi lado. Creyendo tener compañero en barricada, me apresté a conversarle. Mas de pronto llegó su doña en remolino, diciendo que no pasaba su tarjeta, con voz un poquito más alta de lo normal.
Sí la pagué -decía él; la pagué antes de venir -repetía al marcharse. Perdiéndose por las tiendas del fondo, parecía carga-bolsos, atiborrado pingüino de pantalón desfajado.
Me sentí aliviado, de cualquier forma. Mi caso no era el único. La nuestra era una cofradía segregada, pero existente. Y cuando me volví a quedar solo en esa banca, lo hice más tranquilamente. Relucientes los pisos y las tiendas y los faroles y el techo color grisáceo del Mall impecable, y también los dientes de la chica que vendía los helados. Todo muy prolijo -digamos. Las mismas rubias con sus bolsas seguidas de los mismos rubios. El sitio entero era la región de los deambulantes circulares.
Así que en ésas estaba y empezaba a divertirme, pero el veinte terminó demasiado pronto.
"¿Cómo te ha ido amor? -me preguntó mi doña, añadiéndole al bulto un par de bolsas. "Muy bien" -le contesté, sin sorprenderme, apresurándome a pedirle me enseñara sus compras, por aquello de fingir que en realidad me importaba (mandamiento importante de la cofradía segregada).
Sucediéronse entonces las frases de cajón: "Muy bonitos", "te quedan muy bien", ese tipo de cosas. Me habló de un descuento, ya saben… y después nos marchamos, tranquilamente, por el mismo pasillo, carga-bolsos, pingüino de pantalón desfajado.
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