A medida que se acercan los mentados festejos del Bicentenario del inicio de la Guerra de Independencia (al parecer no nos interesa cómo terminó… por lo vergonzoso que resulta) y el Centenario del inicio de la Revolución (ídem), creo que resulta más que perentorio atar numerosos cabos sueltos y poner muchas cosas en su lugar. Una de ellas es la creencia de que todo comenzó con un airado cura dando de campanazos en la madrugada, nada más porque habían descubierto una conspiración a la que se había incorporado dos semanas antes (y eso, ante las reticencias de algunos de sus miembros) y de la que no era líder ni mucho menos.
No, mis estimados: los fermentos y raíces de lo sucedido en septiembre de 1810 se hallan exactamente dos años antes. Y sin entender la crisis de 1808, lo ocurrido en Querétaro y Dolores sencillamente no tiene pies ni cabeza. Si entendiéndola, sabe Dios…
La crisis de 1808 fue el factor clave para los movimientos de independencia que abrasarían a la América Española en los años posteriores. Por ello es importante entender qué pasó entonces de este lado y de aquél del charco.
En 1808 el dominio napoleónico sobre Europa era casi total. Sólo la Gran Bretaña se le ponía al brinco, básicamente porque siendo isla le podía pintar violines a los grandes ejércitos franceses; y porque desde octubre de 1805 (tras la batalla de Trafalgar), el chaparrón corso no tenía ni una trajinera xochimilca con qué intentar invadir a la Pérfida Albión.
Para asfixiar a los británicos, Napoleón decretó el llamado Sistema Continental. Básicamente consistía en “chin-chin al que comercie con los ingleses”. En teoría, los puertos de toda Europa tenían prohibido comprar o vender productos británicos. En la práctica, el contrabando se realizaba en calas, ensenadas y playas de todos lados, especialmente en España y Portugal. El mentado Sistema Continental hacía agua por todos lados. Los británicos se hacían más ricos por el contrabando que cuando podían comerciar sin limitaciones.
Para poner orden, en 1807 Napoleón hizo que España firmara el Tratado de Fontainbleu, que permitía el ingreso de soldados franceses a la península para ejecutar el mentado Sistema Continental. Los españoles vieron en aquella política la última infamia de la Corte del increíblemente inepto Carlos IV. Cuando Napoleón pensó que aquel blandengue Borbón no podía controlar a España, cometió uno de sus más grandes dislates: mandó llamar a Carlos IV junto a su hijo y heredero Fernando a la ciudad gala de Bayona. Ahí obligó a Carlos a abdicar al trono de España (como dueño pidiendo la renuncia de un gerente de sucursal). Luego procedió a encarcelar a Fernando (que, con el numeral VII, pasaba a ser el monarca legítimo) para imponer como rey de España a su propio hermano, José Bonaparte (mejor conocido entre la raza como “Pepe Botellas”, por aquello de que le gustaban los caldos de la Madre Patria). Ese carrusel en el trono fue recibido como patada en el estómago en toda España, donde ya de por sí el horno no estaba para bollos por la presencia de las tropas francesas.
El 2 de mayo de 1808, al circular el rumor de que los franceses pretendían secuestrar a los infantes (los hijos de Fernando VII), el pueblo de Madrid se alzó en armas en contra de las tropas francesas. Con cuchillos y trinches despedazaron a cuanto franchute cayó en sus manos. Cuando éstos se recuperaron de la sorpresa, contraatacaron y montaron una carnicería espantosa que se llevó entre las patas a culpables, inocentes y mirones.
Las repercusiones no tardaron: en toda España empezó la guerra contra las tropas de ocupación. Como no había rey legítimo, para administrar el territorio liberado se formaron Juntas de Gobierno (o Cortes) regionales, que por primera vez en la historia asumieron la soberanía a nombre de la Nación (dado que el soberano estaba prisionero). España inició su guerra de independencia en la primavera de 1808.
(Sí, repito: España estaba librando su propia guerra de independencia cuando estalló la rebelión de Hidalgo en 1810; el cual, en un principio, no dijo ni pío de independencia alguna).
Al llegar tan alarmantes noticias a Nueva España a mediados de julio (recuérdese que viajaban en galeón, y éste se llevaba 40 días de Cádiz a Veracruz, y eso si había salida local), los distintos grupos políticos trataron de aprovechar la situación. En especial el Ayuntamiento de la Ciudad de México, controlado por los criollos. Este cuerpo gubernativo, el más importante del virreinato no controlado por los peninsulares, alegó que se debería seguir el ejemplo de España y crear un Gobierno Provisional, en donde residiría la soberanía, en tanto regresaba al trono el monarca legítimo. Por supuesto, la base de tal Gobierno sería… el Ayuntamiento de la Ciudad de México.
El virrey de entonces, José de Iturrigaray, parecía contento con el arreglo; y ello por dos razones: la primera es que estaba más desprestigiado que el Tuca Ferreti; tenía fama de corrupto y nepotista, y era mal visto por todos en el virreinato. La segunda razón es que el puesto de virrey consistía, básicamente, en ser el representante personal del rey… el cual se hallaba prisionero de los franceses. O sea que Iturrigaray no tenía mucho asidero legal. Los criollos pensaron que, por fin, luego de décadas (si no siglos) de esperar la oportunidad, iban a hacerse del control de la tierra en que habían nacido, proclamando su autonomía (que no independencia) mientras se normalizaba la situación.
Por supuesto, que el Ayuntamiento de la Ciudad de México fuera el embrión de un Gobierno Provisional autónomo no tenía mucho sustento legal. Pero tampoco estaba tan tirado de los pelos, dado que era la instancia de Gobierno más alta elegida, y no nombrada por un monarca ausente o una España en guerra. Los criollos pretendían aprovechar por las buenas el vacío legal de una situación tan irregular.
Pero los peninsulares poderosos vieron en aquella intentona una amenaza a sus privilegios, fueros y monopolios. Un Gobierno autónomo criollo seguramente acabaría con ellos. Por eso actuaron con rapidez. Los comerciantes peninsulares que controlaban el mercado de la capital (el parián, por lo que el evento es conocido como “El golpe de los parianeros”) reclutaron el apoyo del ejército virreinal, y el 15 de septiembre de 1808 disolvieron a la bayoneta al Ayuntamiento, encarcelaron a su principales miembros, depusieron al virrey Iturrigaray y (sin tener autoridad para ello) nombraron en su lugar a un pelele, el anciano mariscal Pedro de Garibay, que no podía controlar su vejiga, menos el virreinato más extenso, poblado y rico de América. Así terminó la intentona criolla, que hasta ese momento se había llevado en santa paz.
El 4 de octubre el líder criollo del Ayuntamiento, Francisco Primo Verdad, fue encontrado muerto en prisión. Por supuesto, el rumor era que había sido envenenado. Aquello enfureció a muchos criollos que pensaron que, si no los habían dejado hacerse del poder por las buenas, ahora lo harían por las malas. Por ello brotaron conspiraciones durante los siguientes dos años: para deponer a quienes habían usurpado el poder y asesinado a un patriota.
Ése era el mal gobierno (no el de España) que Hidalgo pedía que muriera durante el Grito. Y para que no se creyera que era un traidor, también gritó “¡Viva Fernando VII!”. Nada de lo cual hubiera ocurrido si los parianeros no hubieran dado el golpe de 1808. Una de tantas oportunidades perdidas.
Consejo no pedido para pasar año aunque siga creyendo que Hidalgo nos dio patria: Léase: “Un día de cólera”, de Arturo Pérez-Reverte, genial recuento del alzamiento madrileño del 2 de mayo; “Contra la historia oficial”, de José Antonio Crespo; y de Luis González de Alba, el muy ameno “Las mentiras de mis maestros”… que después de todo, están reprobados.
Provecho.
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