Antes de que se cumpla un mes de su estreno en la Ciudad de México, hoy podría ser el último día de exhibición de Traspatio, la película escrita por Sabina Berman y dirigida por Carlos Carrera. Está ya en pocas salas capitalinas, las más de ellas en la periferia del Distrito Federal. Sería deplorable que desapareciera de la cartelera luego de tan breve tiempo de su presentación. Por eso abordo hoy el tema, para alertar al público a fin de que no se pierda la oportunidad de verla en la pantalla grande. Y también para preguntarme, y hacer extensiva la interrogación a los lectores, sobre esta anomalía, sobre lo que sería la temprana e incomprensible frustración de un proyecto fílmico de gran alcance y profundidad.
Conmovida, quizá conmocionada por todos los que se aproximan al fenómeno de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, Sabina Berman escribió un estremecedor relato que Carlos Carrera convirtió en una cinta donde se combinan la ficción fílmica y la documentación procedente de la realidad. Como lo tiene presente el público, Carrera dirigió en 2002 El crimen del padre Amaro, con guión de Vicente Leñero, creación que generó un gran efecto en el público y se convirtió en un histórico éxito de taquilla. Sabina Berman, por su parte, amén de su trayecto en la literatura, como dramaturga (y directora de teatro) y como narradora, ha adquirido una creciente presencia pública por su participación en diversos medios de comunicación, donde examina con una mirada peculiar los asuntos públicos de mayor interés.
Las protagonistas de Traspatio son, por supuesto, las mujeres que, en cifra no determinada con precisión, pero en dimensiones pavorosas, han sido asesinadas en Ciudad Juárez en los tres últimos lustros. Cientos de muertes violentas (cuya estadística actualizada deja, al ser mostrada en los minutos finales de la película de Carrera y Berman, una inevitable perturbación del ánimo), así como las desapariciones de un número probablemente mayor, constituyeron en los últimos años de la década pasada un fenómeno que fue identificado como feminicidio. Porque no se trataba sólo de la privación de la vida de mujeres, sino de una violencia de género, del resultado de agresiones indudablemente dirigidas a las víctimas por su condición femenina.
El relato presenta a una mujer policía, Blanca Bravo (encarnada por Ana de la Reguera), que es comisionada a investigar algunas de las primeras expresiones del feminicidio. Quizá el personaje fue creado a partir de la experiencia de funcionarias, del Ministerio Público y de la Administración, a quienes se confió estudiar el fenómeno, averiguar las causas de esa criminalidad específica, castigar a quienes la perpetran y, sobre todo, sentar las bases para que dejara de cobrar víctimas. Ninguna de esas funcionarias logró el objetivo que, más con pretensiones políticas y mediáticas, se propuso el Gobierno Federal y, a rastras, también los gobiernos estatal y municipal. Ninguna de las funcionarias aludidas hubiera sido capaz de tomar las radicales decisiones que en la imaginación fílmica adopta la agente Bravo, que en su empeño por cumplir su deber, advierte los verdaderos perfiles de la situación a que se enfrenta y no vacila en hacer que prevalezcan los mandatos de su conciencia por encima de sus funciones formales y sobre todo por arriba de las componendas y la corrupción que en la vida real son una de las explicaciones del feminicidio colectivo juarense.
Buen número de mujeres asesinadas era de trabajadoras de las plantas maquiladoras que en los últimos decenios se asentaron en aquella ciudad fronteriza, y que constituyen un grupo de presión muy bien retratado en la cinta. Por eso la trama concentra su atención en las obreras de esas plantas que, a pesar del maltrato laboral que imponen a su personal, son la puerta para que mujeres como Juanita, procedente de Cintalapa, se adueñen de sí mismas, entre otros motivos porque como lo explica su prima anfitriona, las jornadas que padecen son tan rudas como las de su casa, pero en las plantas les pagan.
Berman y Carrera exploran las diversas modalidades que probablemente ha mostrado el feminicidio colectivo: el asesinato en serie, la violencia familiar, las perversiones psicóticas, el agresivo ambiente machista que es capaz de transformar a un alma cándida como la de Cutberto, el desdeñado novio oaxaqueño en un canalla defensor de su honra, presuntamente agraviada por la libertad de la jovencita chiapaneca.
No es este el espacio para hacer notar las muchas prendas que hacen de Traspatio una pieza fílmica de gran calidad. Pero precisamente por sus características, sorprende que no haya generado el efecto que de su trama y espléndida factura deberían desprenderse. Sería muy grave que la cinta dejara de ser exhibida muy poco después de su estreno porque el desinterés de los espectadores revelara una creciente insensibilidad ante el grave fenómeno juarense (que como lo indica la numeralia final no es ni con mucho exclusivo del antiguo Paso del Norte). Si fuera un embotamiento de la capacidad humana de compadecer, es decir de padecer con las víctimas y los deudos directos el duelo de la muerte violenta, estaríamos frente a un fenómeno tan pernicioso como el de los asesinatos mismos y el clima institucional y social que los hacen posibles y les permiten la impunidad.
No lamento aquí el fracaso, si lo hay, de un empeño creativo digno de mejor suerte, sino de deplorar la indiferencia, esa complicidad social en los feminicidios.