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Traumas infantiles

Addenda

GERMÁN FROTO Y MADARIAGA

La actividad diaria, nos obliga a ir postergando tareas y compromisos que adquirimos. Algunos son intrascendentes, pero otros son importantes y sin embargo no nos aplicamos a ellos.

Así, tenemos meses, Marco Antonio, Belarmino, Nicolás, Enrique y yo, tratando de reunir las historias que pretendemos formen parte del segundo libro colectivo, sobre "el despertar", que constituye el paso de la niñez a la adolescencia y la juventud.

No se trata de contar historias propias, como lo hicimos en el primer libro, sobre "el Torreón que vivimos", sino de recopilar anécdotas escuchadas o conocidas desde aquellos años en que despertábamos a la vida y nos asombrábamos de lo que íbamos descubriendo a nuestro alrededor.

No es entonces, una tarea difícil, pero nosotros la hemos hecho difícil, porque la cotidianeidad nos absorbe y no nos sentamos frente a la máquina para pergeñar las historias que seguramente ya seleccionamos.

Por eso y para impulsar aún más esta idea de un segundo libro, es que daré aquí un ejemplo de lo que pueden ser esas historias, ricas en recuerdos y enseñanzas.

Ojalá y estas líneas sirvan de aliento a mis compañeros y amigos, para que ese texto pueda quedar listo antes de que termine el presente año, aunque vea la luz hasta el próximo.

Narro ahora la siguiente historia, contada de primera mano por uno de sus protagonistas:

"Era aquella una pandilla de púberos, que recién iniciaba sus incursiones por el mundo y a cuyos integrantes los traía 'asoleados' un perro enorme y bravo, propiedad de unos vecinos del barrio donde vivían.

A casi todos, ese perro, los había mordido o desgarrado pantalones y camisas. No respetaba a nadie ni distinguía entre niños y niñas.

Sus dueños no lo ponían en orden y frecuentemente lo soltaban para que anduviera libre por aquel barrio de Torreón Jardín.

Aquel grupo de chiquillos que apenas arañaban la adolescencia, tuvo la feliz ocurrencia de pedirle prestado su perro a otro vecino, amigo de algunos de ellos. Con el perro prestado, que era un bóxer de fiera apariencia, se proponían ellos cobrarle al otro todas las ofensas que les había hecho.

Un buen día, fueron a la casa del amigo y le dijeron:

--"Oye, César. Préstanos tu perro para cuchilearselo al Sansón" - que así se llamaba el afrentoso perro enemigo. "Ya nos tiene hartos y queremos que tu perro, el Sancho, le dé una paliza al Sansón".

- "Ta' bueno"- respondió el amigo: "Pero, no vayan a dejar que lo maltrate mucho".

Orgullosos y contentos, llevando amarrado a su correa, al Sancho, marcharon aquellos jovencitos que poco sabían de la vida, al encuentro del Sansón, seguros de que el Sancho le ganaría en un enfrentamiento con uñas y dientes.

Y en efecto, afuera de la casa vecina, hallaron al perrazo paseando tranquila y libremente por la calle.

En cuanto lo divisaron, muy derechitos y con el pecho inflamado, fueron a su encuentro llevando al Sancho como estandarte de guerra.

Una vez frente a frente los dos perros, se miraron con rabia y recelo, pero ninguno se atrevía a iniciar la batalla, por más de que los chiquillos azuzaban al Sancho para que se lanzara al combate, éste permanecía inmóvil.

En un momento dado, el Sansón se acercó al Sancho y lo comenzó a olfatear por todos lados. Y cuando lo tuvo a tiro, se le montó y se lo fornicó.

Hecho eso, el Sansón se alejó satisfecho, ante la mirada desencantada y sorprendida de aquel grupo de niños, que ahí estaban descubriendo que entre iguales, entre seres del mismo sexo, también podía darse la fornicación.

Derrotados sin haber habido contienda real, los chicos regresaron por donde habían venido, llevando al Sancho con la ofensa a cuestas y al llegar a la casa de su amigo sólo le dijeron:

-"César, ay ta' tu perro". Resultó maricón" - Le dijo el mayor de esa palomilla; y no le dieron mayores explicaciones, pero el trauma que les produjo aquel acontecimiento todavía perdura en muchos de ellos".

Por lo demás: "Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano".

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