Desafiando todas las advertencias del Gobierno norteamericano, en días pasados viajamos a México en plan de vacaciones en lo que resultó una experiencia por demás interesante.
Salimos de California en un avión que iba atestado de turistas norteamericanos rumbo a una playa que no está considerada entre las regiones más violentas de México, pero que ameritaba tomar las debidas precauciones de acuerdo a los comunicados del Departamento de Estado que hoy encabeza la señora Hillary Clinton.
Luego de un vuelo estupendo llegamos al aeropuerto en donde fuimos recibidos por un agente de migración que desbordaba sonrisas y bienvenidas.
Con todo y el gusto de regresar a nuestro país nos conducimos con cautela ante la posibilidad de que dicho funcionario estuviera ligado a una banda de secuestradores de turistas despistados.
Ya fuera de la terminal fuimos abordados por una turbamulta de sujetos que al unísono gritaban consignas en inglés que no alcanzábamos a entender.
Con la mirada insinué a mi esposa y compañera de viaje que estuviera alerta porque podría tratarse de un asalto en masa.
Pronto entramos al confort del español y pude respirar tranquilo cuando advertí que se trataba de taxistas que ofrecían sus servicios en forma precipitada y ansiosa, aunque respetuosa.
Les dimos las gracias y procedimos a rentar un vehículo ante el caso de una emboscada.
Para mala suerte no tenían autos blindados ni Hummers para poder escapar por el desierto, terminamos en un carro compacto de color rojo electrizante que no fue el idóneo para encubrir nuestra identidad de turistas.
Más tarde pasamos desapercibidos cruzando por las calles más recónditas del pueblo y finalmente tomamos la carretera que nos llevaría hasta nuestro hotel.
En el trayecto brillaban por su ausencia los convoyes policiacos y los retenes militares, tampoco advertimos gavillas de asaltantes y menos de secuestradores.
En cambio el paisaje lucía extraordinario en donde se combinaba el mar y el desierto con un cielo brillante y despejado.
Al llegar al hotel nos extrañó no ver guardias armados ni puertas blindadas. Las sonrisas del personal eran francas y abiertas, llegamos a pensar que era otro país y no México.
Pronto advertimos a decenas de turistas que hicieron caso omiso a sus autoridades y disfrutaban a sus anchas la paz y armonía del lugar con sus playas, paisajes, comida mexicana y el espectáculo de ballenas que saltaban jubilosas en camino a su parición.
Durante dos días nos olvidamos totalmente de la violencia que amenaza a los turistas en México, hasta que armados de valor decidimos enfrentar la cruda realidad.
Fuimos a recorrer el pueblo para constatar las versiones de la autoridad yanqui y de paso recopilar material para un buen reportaje en nuestro periódico.
¡Oh desilusión! En el Centro encontramos una multitud que en grande celebraba con música y bailes las fiestas del patrono del pueblo.
Por más que agudizamos nuestra vista y oído no avizoramos a delincuentes armados ni escuchamos balaceras, tampoco supimos de algún turista secuestrado, asaltado o torturado.
De vuelta al hotel una patrulla de Caminos nos paró y pensamos que finalmente había llegado nuestra hora: ser víctimas de un asalto concertado por la delincuencia organizada. Pero el agente simplemente quería orientarnos porque pensó que andábamos perdidos.
Tras tres días de soltar como pocas veces la tensión de las riendas, regresamos a suelo norteamericano sin rasguños ni mortificaciones.
Al arribar fuimos tratados como viles terroristas en potencia: toma de foto, huellas digitales y preguntas absurdas para ser echados sin sonrisas ni bienvenidas a suelo yanqui.
¿En dónde decían que está la inseguridad para los turistas? Lástima que en esta ocasión no fuimos alertados por nuestro país sobre los riesgos de viajar a Estados Unidos. Quizá en la siguiente.
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