“¿Qué hay en un nombre? Aquello que llamamos rosa con cualquier otro nombre olería tan dulce”.
Julieta
(William Shakespeare, Romeo y Julieta)
Los agentes de la Policía Federal irrumpieron el 1ro de agosto en la capilla del Perpetuo Socorro en Apatzingán, Michoacán, buscando a “la Tuta”, Servando Gómez Martínez, pero a quien encontraron fue a “la Troca”, Miguel Ángel Beraza Villa, inverosímilmente armado con un fusil y una granada en misa para facilitar su detención en flagrancia.
Días después presentaron a “la Troca” ante los medios y aprovecharon también para mostrarles a “la Cuchara”, Rafael Hernández Harrison, detenido en Lázaro Cárdenas por presuntamente cobrar extorsiones para “la Tuta”.
Nos hemos acostumbrado a que las autoridades nos presenten a los acusados de toda suerte de delitos no sólo con sus nombres sino con apodos. Hemos tenido así en los últimos meses a la “Perra”, “el Pozolero”, “el Inge”, “el Licenciado” y “el Doctor”, entre otros muchos. Un reciente documento de la Procuraduría General de la República sobre personas buscadas por distintas violaciones a la Ley incluía “al Chubano”, “el Beto” (adivinó usted, se llama Alberto), “el Miranda” (su apellido paterno es Miranda), “el Camarillo” (se apellida Camarillo), “el Gordo” (obvio), “el Tucán” (de aguileña nariz), “el Gorila” (peores he visto), “el Chilango” (de algún lado debía venir), “el Gonzo”, “el Vera”, “Chocotorro”, “la Barbie”, “el Garnica”, “el Teo”, “el Licho”, “el Amarillo”, “el Texas”, “el Monarca de Sinaloa”, “Saddam” y así indefinidamente.
Apenas ayer la Policía Federal presentó a un presunto delincuente llamado Dimas Díaz Ramos, alias el “Dimas”. De hecho, hasta la imaginación se está perdiendo. Si no hay apodo, simplemente se antepone un artículo al nombre propio y ya está.
El asunto se complica porque algunos presuntos malhechores comparten el mismo apodo: es el caso del “Azul”, Raúl Ortiz González, presunto integrante de la banda de “Los Rojos”, secuestradores y homicidas de Silvia Vargas Escalera, y de Juan José Esparragoza Moreno del Cártel del Pacífico.
Los apodos cumplen funciones importantes para la Policía. Permiten en primer lugar que los medios de comunicación identifiquen con rapidez al presunto responsable de un delito. ¿Quién se acuerda de Servando Gómez Martínez? Virtualmente nadie, excepto quizá los parientes y amigos. Pero con “la Tuta” se logra una identificación inmediata. Además los apodos ayudan a crear la impresión de que los detenidos son necesariamente culpables, aun antes de que sean juzgados. ¿Quién podría dudar de la culpabilidad de un sujeto conocido como “el Apá”?
Pero ahí radica precisamente el problema. Hace algunos meses entrevisté a uno de los hijos de Sergio Humberto Ortiz Juárez, quien negó no sólo que su padre fuera cabeza de la banda de “La Flor” –nombre inventado por Alejandro Martí que los propios secuestradores desconocían— sino incluso que alguien lo conociera como “el Apá”: “Nosotros lo llamamos simplemente papá”, me dijo.
El caso de “el Azul II” o “el Magadán”, Jorge Alberto Campos, es significativo. Fue detenido por sus supuestos lazos con la banda de “Los Rojos”. Después de que se le aprehendió y se le exhibió en los medios, la PGR tuvo que dejarlo en libertad tras reconocer que se trataba de un simple albañil sin lazos con la banda de “Los Rojos”. Al parecer hasta los apodos le fueron inventados.
Yo entiendo el afán de las autoridades por colgar apodos a los detenidos y lograr que el público acepte más fácilmente su culpabilidad. Pero el procedimiento no es justo, especialmente cuando los apodos son inventados.
MÁS SPOTS
La abrumadora avalancha de spots en la campaña electoral de 2009 resultó contraproducente. En lugar de motivar la participación ciudadana generó saturación y abstencionismo. Esto, que muchos ya sospechábamos, lo sostienen con una base científica Mónica Aspe Bernal, Alberto Farca Amigo y Jimena Otero Zorrilla, en un estudio del cual la revista Nexos publica un avance este mes de agosto: “Más spots, menos votos”.
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