México tiene una relación muy extraña con la estatuaria y las esculturas. Quizá ello se deba a que lo poco que podemos ver de los aztecas que sea digno de mención son estatuas de dioses y seres míticos. Algunas, francamente horrorosas, como ésa de la Coatlicue que se halla en el Museo de Antropología, excelente para castigar a niños latosos con pesadillas recurrentes que duren años y años. O la gigantesca de Tláloc que adorna la entrada del mismo recinto, que parece un monumento, precisamente, a lo mexicano: fue motivo de grandes esfuerzos para moverla y erigirla hasta ese lugar... pese a que ni siquiera está terminada.
El romance mexicano con las estatuas y esculturas se refleja en el hecho de que en este país hay una para cada cosa. Tenemos monumentos al camarón y al sombrero de paja. Hay estatuas de héroes ahora sí que desconocidos: al menos tres de las que se hallan en el Paseo de la Reforma no estamos seguros de a quién representan. Pero eso sí, se ven muy bonitas. Existe una fábrica dedicada exclusivamente a fabricar bustos de Juárez: el indio de Guelatao no puede faltar en ninguna plaza pública de México. Los árboles y bancas son prescindibles, pero no la pétrea cara de don Benito.
En su tiempo hubo una estatua ecuestre a José López Portillo. Y otra a don Fidel Velázquez, que ignoro si sigue en pie: capaz que duró más él que su efigie. Como muestra de nuestra apertura y sincretismo, en La Laguna tenemos monumentos al Campesino, a la Adelita, a Pilar Rioja, a Sor Juana y a don Quijote. También hay un feo monumento a las constituciones, en el que ni están todas las que son (falta la de Cádiz) ni son todas las que están (la de Apatzingán jamás rigió a nadie). Por no decir nada de un acueducto en Gómez que no lleva agua a ningún lado.
Por todo ello quizá no debería sorprendernos que un escultor de nombre Bernardo Luis López Artasánchez se haya aventado la puntada de crear una estatua con la broncínea imagen de Rafael Acosta, el famoso y lamentable "Juanito". La obra de arte, de tamaño natural y cien kilos de peso, le fue presentada a su modelo en el Zócalo. Se supone que su lugar definitivo será en la mártir delegación Iztapalapa, la que eligiera a Juanito como jefe delegacional, para que luego éste se echara para atrás.
¿Qué sentido tiene hacerle un monumento a un pobre diablo que se convirtió en el hazmerreir nacional? ¿Para qué gastar metal en un ignorante cuya última chamba conocida va a ser como patiño en una obra de carpa? ¿O habrá un mensaje oculto en todo ello?
Quizá el escultor quiera expresar que, en este país, cualquiera puede aspirar a la inmortalidad del bronce o el mármol, con la sola condición de ser famoso. Se puede ser idiota, inconsciente o incapaz. O las tres cosas. Pero si se es famoso, ya se puede aspirar a la fama imperecedera de la estatuaria. Si hay un monumento al camarón...