La H. Suprema Corte es un organismo que decide, desde las alturas del Olimpo, sobre los asuntos de los hombres, de tal manera que rige sus conductas mediante resoluciones que deben ser acatadas por los justiciables. Es de creerse que los ministros, como los de la vida eclesiástica, son el súmmum de la verdad cotidiana, agregaría, los Non Plus Ultra* del Derecho. Sus palabras deben estar engordadas con el maná que alimenta a los dioses, para que pesen por encima de una humanidad que aún está en busca de valores perdidos. Son los sumos sacerdotes de la justicia terráquea como los clérigos lo son de la justicia divina.
Son abogados, que, por su capacidad en cuyos hombros se han posado los espíritus de las generaciones que ascendieron los peldaños esculpidos en una moral auténtica. Llegan al cargo en el mejor momento de sus vidas, cuando se supone han quedado atrás las emociones que nublan el entendimiento, cuando sus cabezas se cubren del níveo manto de una madurez en plenitud. Son los custodios de la pureza de las instituciones, o deberían serlo, estando obligados a practicar lo que predican.
Son o deberían ser como el cenobita que entrega su vida a la expiación mediante el compromiso de que deben servir de ejemplo para las futuras generaciones de profesionistas del derecho. Por las noches, sentados a las puertas de su humilde o fastuosa ermita meditan en que no debe importarles el qué dirán. Mirando la bóveda celeste, convertida en un techo cubierto de miríadas de estrellas titilantes, mirarán su destino pregonado por un agorero: no pueden, sin remordimientos de conciencia, dejarse deslumbrar por la buena vida. No creo excederme si digo que deberían figurar como sacerdotes de la justicia. Su ministerio es elevado y noble.
No entregarse a los deliquios de una vida fácil es un juramento que en estos momentos la vida social les exige. Se requiere que, una vez terminado el último acto, cuando la función vital ha terminado, los cortinajes sean abatidos entre aplausos poniendo punto final a una vida de recogimiento, quedando la leyenda de alguien que supo comprender su misión. No requiere más homenaje quien cumple simplemente con su deber.
La noticia de que ministros jubilados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación se dan una vida regalada, apareció en las páginas de este periódico el lunes de la semana anterior. ¿Qué decir? Fueron vidas dedicadas a satisfacer una necesidad pública de Justicia, para lo que largos años se quemaron las pestañas leyendo y meditando sobre lo que se contenía en gruesos infolios, a la luz de una vela (metafóricamente hablando), tuvieron que luchar denodadamente contra otros aspirantes, igual de preparados, inteligentes y repletos de sabiduría.
Lo que reciben, creo, es apenas una justa retribución a su esfuerzo. ¿Cuál sería el motivo que diera lugar a que comieran en una fonda de mala muerte, en lugar de un restaurante, sea o no de lujo? Se trata de 35 ministros jubilados o bien, retirados. Cada uno de ellos, debemos pensar, es una fuente de sabiduría jurídica que durante años entregaron una parte importante de sus conocimientos al servicio de los demás. Sus años están contados, pues pronto rendirán cuentas al Supremo.
El retiro de sus responsabilidades quedó atrás. ¿Qué más da que con dinero se liquide el adeudo que la sociedad tiene con ellos?
La crítica más fuerte que he leído, en contra de los haberes que perciben los que, por su edad provecta han dejado el bullicio del despacho de asuntos litigiosos, que según expresiones de sus detractores, causa aflicción y desaliento en el común de los que trabajan por un miserable salario, es la que hizo un legislador del PRD, quien dijo que el hecho de que se tenga que cubrirles las comidas, no obstante que reciben una buena suma por concepto de jubilación, habla del abuso y frivolidad con la que se conducen quienes deberían comportarse con moderación. Otros manifiestan su repudio, a la falta de equidad entre lo que gana la alta burocracia y la situación general de gente.
Las sumas, cualesquiera que fuera su monto, si fueron producto de un acuerdo abierto del que cualquiera pudiera enterarse, no estaría mal, en cambio, si su pago fuera un acuerdo que requiriera sigilo en una partida presupuestaria, estarían ofendiendo, tanto los que cobran como los que pagan. En fin, les diré que puede, en ciertos casos, ser cierta y fundada la crítica, pero lo único que me ocurre es que el mundo es como es y en el transcurso de las centurias nadie ha podido encontrar en la burocracia alta o baja esa justa medianía a que se refería Benito Juárez.
Inscripción grabada por Hércules en los montes Abila y Calpe que creyó eran los límites del mundo. Designa en general a cualquier límite que no ha sido pasado. Se emplea para ponderar exageradamente.