Ni un mundo que se tambalea, ni la economía herida de muerte, ni la obsesión de nuestro jefe de Gobierno por mantener la ciudad en estado de desastre, consiguen disminuir la intensidad de la vida en esta capital. Nada detiene a las masas de gente que espesas como olas de chapopote, nos desparramamos en todas direcciones invadiendo lo mismo los centros comerciales que las oficinas, las escuelas, los mercados o simplemente tragamos camote atrapados por el tránsito en cualquier calle. Del entusiasmo masivo con que nos lanzamos a vacacionar como Vicente, a donde va la gente, regresamos a la costumbre de habitar esta ciudad hasta sus últimas consecuencias.
Hay gente para todo y desde luego la recién inaugurada Universidad de la Tercera Edad que apenas abrirá sus puertas el próximo 28 de abril, no es una excepción. En mayor proporción que los hombres, porque ellos ya lo saben todo (o al menos así lo creen) mujeres animosas, entusiastas, ávidas de aprender, de experimentar, de buscar nuevos horizontes, esperaban en las filas un poco caóticas de los aspirantes a ocupar un lugar en las aulas. El requisito más importante es tener al menos cincuenta años cumplidos, y ahí estábamos saboreándonos por anticipado el apetitoso menú: diplomados en historia del arte, psicología, administración de negocios, computación, idiomas. Talleres de tanatología, yoga, danza, y entre los más solicitados, el de gimnasia cerebral.
Que me estoy haciendo vieja es un secreto tan bien guardado, que no me lo digo ni a mí misma, y si no fuera porque mis huesos rechinan y se rebelan contra mis post modernas exigencias de mantenerme en forma y moverme como una gacela; ni siquiera mi cuerpo estaría enterado de los años que tengo.
Pero secreto o no, el tiempo me cae encima y no resulta fácil lidiar con él en una sociedad que rinde culto a la juventud, y en un mundo que se mueve cada día con mayor velocidad. La tecnología me rebasa, vivo a puñetazos contra mi computadora, mi teléfono celular hace lo que le da la gana y ni siquiera consigo que el sofisticado control del multifuncional aparato de radio me obedezca, por lo que me queda muy claro que actualizarme y mantenerme alerta y participativa, es un imperativo si no quiero que la vida prescinda de mí.
Conste que no aspiro a una existencia demasiado larga, me conformo con hacer de cada día una graciosa pirueta, por lo que después de haber cumplido ampliamente el mandato de nacer, crecer y multiplicarme, ha llegado el momento de adquirir los conocimientos y aptitudes que exige esta nueva etapa de mi vida para la que no estoy preparada.
Todo eso pensaba ayer por la mañana cuando sorteando las dificultades del tránsito, me dirigí a la nueva universidad, decidida a inscribirme en un curso de computación y tal vez en el diplomado de psicología.
En una zona sobrepoblada sobre el Eje Central Lázaro Cárdenas; la Universidad de la Tercera Edad, es por lo menos un pedacito de cielo. Azul, circular, con un diseño moderno y unos espacios excelentemente resueltos con rampas, barandales, baños con apoyos especiales para las personas discapacitadas, una acogedora biblioteca, salón equipado con modernas computadoras, y una cafetería que seguramente acunará nuevos sueños y hasta nuevos romances ¿por qué no?; mi corazón saltaba como un chiquillo.
Con estas facilidades no hay pretexto para no estudiar -me dije-, pero me salvó la campana. El cupo está agotado, no quedan lugares -nos informó una mujer- y pues ni modo, hay demasiada gente en esta ciudad. Ligera como el viento emprendí el regreso a mi casa a seguir dándome de trompadas con mi computadora y pensando que es mejor así, porque después de todo, aún no estoy preparada para asumir mi tercera edad.