Decíamos el domingo pasado que por estas fechas se cumplen veinte años de los sorprendentes acontecimientos ocurridos en el Annus Mirabilis de 1989, cuando lo que parecía imposible fue ocurriendo una vez tras otra a lo largo de esos meses. Y la semana pasada hubo un aniversario muy significativo: en Polonia el sindicato independiente Solidaridad, convertido en partido político, arrasó en las primeras elecciones libres celebradas en ese país en más de medio siglo. Por primera vez, un Gobierno del bloque socialista perdía el poder en las urnas. Y no sólo eso: el Partido Comunista Polaco y la Unión Soviética aceptaban el resultado. Fue el primer dominó de la hilera que cayó ese año; en unos meses, la Europa Oriental sometida al socialismo soviético fue desechando uno tras otro sus anacrónicos gobiernos comunistas.
Entre los satélites de la Unión Soviética, Polonia era un tanto singular. En primer lugar, por su historia. Si los mexicanos siempre nos quejamos de hallarnos pegados a los Estados Unidos, Polonia la tiene peor: situados entre Alemania y Rusia, los polacos nacen con complejo de mortadela del sándwich. De hecho, el país ha desaparecido dos veces (¡dos!) engullido por sus vecinos: una en el siglo XVIII, y otra en el XX. Lo que a pesar de los pesares ha mantenido a la nación polaca como entidad histórica es su tenaz afirmación de que no son ni germanos ni rusos; su devoto catolicismo, de nuevo emparedado entre los prusianos protestantes y los rusos ortodoxos; y su capacidad para el heroísmo (en la que también nos ganan de calle), generalmente inútil como todo heroísmo, pero que allá sirve como bandera para reafirmar la condición nacional a través del martirio: desde los numerosos levantamientos del Siglo XIX contra los rusos, ahogados en sangre; pasando por la última acción bélica de una escuadra de caballería, los lanceros polacos enfrentándose a los Panzer nazis en 1939; o el fallido levantamiento de Varsovia de 1944, que dejó destruida esa alegre ciudad y un caudal de decenas de miles de muertos, mientras los soviéticos se rascaban las verijas del otro lado del Vístula, sin mover un dedo para ayudarlos, y así Stalin no tuviera que lidiar con una Polonia independiente; hasta (¡y ya chole!) el inútil sacrificio de la brigada paracaidista polaca en Arnhem, cuando fueron mandados al matadero por la necedad de Montgomery; el caso es que a los polacos se les da muy bien eso de morir de oquis por la patria.
Después de la Segunda Guerra Mundial, como ocurrió con toda la zona de influencia soviética, Polonia resultó con un Gobierno comunista impuesto por Moscú, que a Stalin le limpiaba las botas a lengüetazos. Su sumisión, y los bajos niveles de vida típicos de las economías centralmente planificadas, llevaron a una revuelta obrera en Poznan en 1953, que fue rápidamente aplastada por los tanques soviéticos. Siguieron varios lustros de resentimientos y agravios, que se fueron acumulando a medida que los regímenes del socialismo real se mostraban cada vez más ineficientes, corruptos e incapaces de darle prosperidad a una población amordazada y esclavizada a los Planes Quinquenales.
Hasta que, entre 1978 y 1980, ocurrió un par de acontecimientos trascendentales. El primero fue la elección de un obispo polaco como Sumo Pontífice y Obispo de Roma, Karol Wojtyla; el cual rápidamente se convirtió en portavoz no oficial y punto de reunión del descontento de su nación. El otro, cuando en 1980 un grupo de obreros de los astilleros de Gdansk (la antigua Danzig), sin pedirle permiso a nadie se lanzó a la huelga, demandando mayores prestaciones (por ejemplo, descanso sabatino varias veces al mes) y la formación de un sindicato independiente, por fuera de las caducas y atrofiadas estructuras del Partido Comunista. El Gobierno polaco se resistía a admitir algo así. La izquierda cavernícola, allá como acá, se opone a que los proletarios se organicen independientemente: allá tenían que estar bajo control comunista; acá, defiende la hegemonía y el control sobre los trabajadores de alimañas como Napito y Romero Deschamps, bajo el absurdo argumento de la autonomía sindical. Sí, nunca han aprendido.
En 1980, ante el descontento generado por su propia ineptitud, el Gobierno polaco tuvo que ceder: permitió la formación del sindicato independiente Solidaridad, que quedó bajo el liderazgo de un carismático electricista, bueno para el chupe y para engendrar catoliquitos (tuvo como ocho hijos), Lech Walesa. Y hubo un cambio de guardia en las altas jerarquías del partido y el Gobierno. Al rato, como viendo lo que se venía, quien quedó como autoridad máxima fue un general nacionalista al que pocos le dan el crédito que merece: Wojciech Jaruzelski; ahí me platican cuando aprendan a pronunciarlo: yo nunca pude.
Autorizar la creación de Solidaridad envalentonó a Walesa y otros acelerados, que escalaron sus demandas. Durante todo 1981 hubo cada vez más presiones, estiras y aflojas. La situación parecía salirse de control. Y ya sabemos lo que ello podía provocar: la intervención soviética como en Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968). Jaruzelski decidió cortar por lo sano: en diciembre de 1981 proclamó la ley marcial, declaró ilegal a Solidaridad y mandó a Walesa un año a la cárcel. Con ello se ganó reputación de mano-dura
Durante el resto de la década las carencias de los polacos y su subsecuente descontento continuaron creciendo. Solidaridad estaba prohibido, pero seguía funcionando en la clandestinidad, mediante una bien organizada red de contactos (los polacos han tenido que actuar en secreto la mitad de su historia) y bien lubricada con la ayuda del Vaticano. Al empezar 1989, la situación era insostenible: el Gobierno tenía que hablar con Solidaridad para evitar un estallido social de consecuencias impensables. A Moscú ni le pidieron permiso: eran otros tiempos, y había otro ocupante en el Kremlin, un tal Mikhail Gorbachev.
Las conversaciones entre el Gobierno y Solidaridad condujeron a la celebración de elecciones libres el 4 de junio de 1989, las primeras de su tipo en tres generaciones. Los resultados sorprendieron únicamente a los comunistas: 99 de 100 curules senatoriales, y los 169 asientos en disputa del Parlamento fueron para Solidaridad. El mensaje era clarísimo: tras más de 40 años en el poder, la población polaca no quería saber nada, pero nada, de los comunistas. Como decíamos, éstos se quedaron patidifusos: algo así como el PRI cuando no quería creer su derrota en el 2000. Lo dicho: nunca aprenden.
El periodista Tadeusz Mazowiecki fue electo Primer Ministro, y por primera vez un país del Pacto de Varsovia estuvo dirigido por un no-comunista. Gorbachev no dijo ni pío. En unos meses, los demás regímenes del socialismo real fueron cayendo como hilera de fichas de dominó, y el resto es historia
Consejo no pedido para bailar las Polonesas de Chopin con los pasos de La Quebradita: Lea "El pensamiento cautivo", de Czeslaw Milosz, sobre la esclavitud intelectual
PD: Mañana empezamos un nuevo módulo del Diplomado en Evolución de México. Informes al 729 63 63 ext. 7100 o en silvia.rodriguez@itesm.mx