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Veinte años del Annus Mirabilis (III): La caída del Muro (1)

Los días, los hombres, las ideas

FRANCISCO JOSÉ AMPARÁN

De todos los eventos estremecedores del Annus Mirabilis de 1989, más que la matanza de Tian An Men, la visión de Lech Walesa alcanzando el poder (medianamente sobrio, además) en Polonia o el fusilamiento de Ceasescu, sin duda la imagen más perdurable es la del Muro de Berlín siendo asaltado por alemanes de ambos lados, como si de una marabunta se tratara, borrachos de champán, desahogo y alegría. El 9 de noviembre el Muro cayó metafóricamente (de hecho empezó a ser picapedreado esa misma noche) y el mundo en el que habíamos nacido se alteró de golpe y porrazo, y no volvió a ser el mismo.

Sin embargo, esa noche memorable tuvo una génesis bastante larga; que inicia en el verano de 1961, cuando la República Democrática de Alemania decide frenar de manera drástica, mediante la construcción del Muro, la fuga de cerebros que la estaba desangrando a través de la teórica, pero inexistente frontera entre Berlín Oeste y Berlín Este. Y que tiene su culminación en el verano-otoño de 1989.

El Muro surge como remedio a una anomalía creada por las decisiones tomadas en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, a las que nadie puso mucho atención en su momento, y que constituyeron auténticos quebraderos de cabeza en las décadas posteriores: el hecho de que Alemania quedó dividida en cuatro zonas de ocupación... lo mismo que la ciudad de Berlín, la destruida capital del Reich, que a su vez estaba situada profundamente en la zona soviética. Con el inicio de la Guerra Fría, las tres zonas de los aliados occidentales en Berlín terminaron constituyendo un fuerte en territorio comanche, una isla liberal-capitalista en un océano socialista. Al proclamarse la República Federal de Alemania u Occidental (RFA, con las zonas de ocupación occidentales), el informalmente llamado Berlín Oeste quedó incorporado a la misma... aunque se hallaba 150 kilómetros dentro de la otra Alemania, la Democrática o del Este (RDA), socialista, aliada de la URSS y luego miembro del Pacto de Varsovia. Para colmo, la capital de ese otro país era la mitad oriental de Berlín que constituía la zona de ocupación soviética. Pero era la misma ciudad: cruzando una calle, uno se hallaba en otro país, otro sistema político y económico. Vivir en Berlín era la mejor receta para volverse paranoico. O avivar la esquizofrenia. Por eso hasta la fecha los berlineses forman una tribu excepcional, por lo consciente y reventada.

Con el correr de los años, las diferencias entre la República Federal y la Democrática, entre Berlín Oeste y Este, se fueron haciendo más y más significativas. La economía occidental se recobró de los estragos de la guerra con rapidez y energía; esos alemanes eran cada vez más prósperos. La oriental, con todas las ineficiencias de la planificación central socialista, y atendiendo más a las necesidades soviéticas que a las teutonas, se fue rezagando: cada año era comparativamente más pobre. Para muchos alemanes del Este, la solución era simple: cruzar hacia Berlín Occidental con todo y chivas, e iniciar una nueva vida. Además, muchos habían recibido una magnífica educación... a costillas del Estado socialista.

Para acabar con la sangría de personal y talento, la Alemania Democrática tomó una decisión radical: separar materialmente a Berlín Este del Oeste, y sin provocar una reacción norteamericana: los derechos de los gringos en Berlín no fueron tocados ni con el pétalo de una edelweiss. Así que en una sola noche de agosto de 1961 detuvieron todo el flujo en la frontera entre Oeste y Este de Berlín; y luego procedieron a construir el Muro; así, con mayúscula. La propaganda norteamericana no dejó pasar aquella magnífica oportunidad de pintar a sus rivales como carceleros, que con murallas impedían la salida de los ciudadanos hartos de un sistema opresivo y fracasado.

Los estealemanes alegaron que el Muro era para detener la infiltración de espías occidentales a Berlín Oriental, y lo bautizaron con el rimbombante nombre de "Barrera de Protección Antifascista" (Antifaschistischer Schutzwall). A las dictaduras se les da muy bien eso de los eufemismos, lo que sea de cada quien.

El caso es que el Muro estabilizó la situación, y se volvió un referente natural de quienes nacimos durante la Guerra Fría: era una especie de monumento perenne e inamovible a la incomprensión, las fobias y prejuicios de la época. Y como símbolo era muy potente: la división de Berlín, de Alemania, de Europa, del mundo, en dos campos ideológicos, ahí era palpable: uno la podía literalmente tocar con la mano (desde el lado occidental, que por eso estaba todo grafiteado; del lado oriental era imposible acercarse siquiera). Y crecimos con la certeza de que el Muro ahí estaría para siempre.

Pero llegó el verano de 1989, y los vientos de cambio del Glastnost iniciados por Gorbachev empezaron a soplar más allá de las fronteras de la URSS. Algunos de los llamados "satélites" (la Europa Oriental bajo influencia soviética durante 45 años) se desperezaron y atendieron ese canto de las sirenas: ¿Libertad de expresión, de asociación, de participación política? ¿Sistemas multipartidistas con elecciones libres y plurales? ¿Posibilidad de criticar regímenes y sistemas grises, represivos, esterilizantes, que se proclamaban defensores de obreros y campesinos y en cambio los condenaban a la pobreza y la mediocridad? ¿Se podía reformar o incluso cambiar el régimen sin temor a un garrotazo soviético, como le había ocurrido a los húngaros en 1956, a los checos en 1968? Era demasiado bello para ser cierto.

Lo interesante es que hubo quienes le tomaron la palabra a Gorbachev... y la jugada les salió. Hungría inició una serie de reformas liberales en lo económico y lo político, exhumó a sus mártires de 1956 para honrarlos y darles un entierro decente, y empezó a desmantelar su frontera con Austria... y Occidente. En Checoslovaquia, el Foro Cívico de Vaclav Havel salió de la clandestinidad y presionó por la apertura. En Polonia, el sindicato independiente Solidaridad forzó el inicio de una mesa redonda con el Gobierno comunista. Esas conversaciones culminaron en las primeras elecciones libres en décadas... con resultados contundentes: el Partido Comunista Polaco fue arrasado en las urnas. En el Senado obtuvo un escaño de cien. De la noche a la mañana, el estamento político que había manejado Polonia durante dos generaciones fue a dar al basurero de la historia.

Y durante todo ese jaleo, Gorbachev no movió un dedo.

Lo cual alarmó a los dirigentes comunistas de línea dura. Especialmente sacado de onda estaba el líder de Alemania Oriental, Erich Honecker, quien llevaba en el poder desde 1971, manteniendo en todo ese tiempo la consigna de "voy derecho y no me quito". Pese a los evidentes signos de pudrición económica y niveles de vida en picada, para Hoenecker nada estaba mal en la RDA. El Glastnost era una pasajera veleidad romántica de ese polluelo que irresponsablemente habían puesto al mando en el Kremlin. La RDA no tenía por qué reformar nada.

Pero a Honecker la terca, necia realidad le fue cayendo encima a pedazos en el verano-otoño de 1989. Como veremos el próximo domingo.

Consejo no pedido para que su cónyuge lo declare no alineado: Sobre la opresiva vida en la RDA, vea "Las vidas de los otros" (Das Leben der Anderen, 2006); y de Günter Grass lea "Es cuento largo" (Ein weites Feld). Provecho.

Correo: anakin.amparan@yahoo.com.mx

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