Comentábamos el domingo pasado cómo durante el verano-otoño de 1989 se le fueron acumulando nubarrones de tormenta al intransigente líder de la República Democrática de Alemania (RDA) o del Este, Erich Honecker. El cual, al mejor estilo de la vieja guardia comunista, mientras en otros países empezaban a soplar los vientos de fronda del Glastnost, hacía como que la Virgen le hablaba. ¿Vientos? En algunos países se volvieron huracanes, que estaban transformando todo. Y los ciudadanos estealemanes aprovecharon el verano para sacarle partido a los cambios que ocurrían en otras partes del Bloque Socialista.
Dado que sólo se podía viajar a las naciones hermanas del Pacto de Varsovia, era común una especie de turismo de carrusel: los húngaros iban a Polonia, los polacos a Checoslovaquia, y los rumanos se iban a la plaza del pueblo, en virtud de la miseria que les asestaban los Ceasescu. Ese verano de 1989, muchos alemanes del Este tomaron como destino Hungría, y no precisamente por que les gustara la paprika: era que los húngaros, como parte de su política reformista, habían desmantelado las barreras fronterizas con Austria. Así que resultaba muy fácil cruzar por ahí a Occidente, dirigirse a la República Federal de Alemania (RFA) o del Oeste, y ahí pedir asilo, ciudadanía y hasta autofinanciamiento, merced a una arcana ley de cuatro décadas atrás. Así se reanudó la sangría de población, frenada 28 años antes con el Muro.
Honecker no se anduvo con chiquitas: en cuanto vio las cifras, prohibió los viajes a Hungría... pero no a Checoslovaquia. Ésta, como otras naciones del Bloque, tenía relaciones con la RFA. Así que los estealemanes, cientos de ellos, ahora se desplazaron a Praga, y ahí solicitaron asilo en la embajada de Alemania Occidental. Al rato fueron tantos los peticionarios que hubo que instalar tiendas de campaña en el huerto que rodeaba la embajada y cerrar las puertas de ésta. No importó: los refugiados se brincaban la barda y entraban a la brava. De pronto hubo miles de ellos, viviendo en condiciones deplorables... aunque algunos decían que eran preferibles a las cotidianas en la RDA. Las dos Alemanias y Checoslovaquia tenían una bomba de tiempo en las manos.
A fines de septiembre se llegó a un acuerdo que, en teoría, le salvaba la cara a Honecker: los refugiados dejarían la embajada y saldrían a la RFA por ferrocarril... pero pasando antes por la RDA, que así podría alegar que los había expulsado y privado de su ciudadanía. A los refugiados el simbolismo les importó un sorbete, y la entrega de sus documentos de ciudadanía estealemana menos todavía: muchos se los arrojaron a los pies a los Vopos, los odiados policías de frontera, cuando éstos circulaban por los vagones recogiendo los papeles. Sin embargo, ahí no terminó el asunto: muchos peticionarios de asilo siguieron asaltando la embajada de la RFA en Praga durante octubre.
Mientras tanto, Honecker continuaba con su postura de "aquí no pasa nada". Así que llevó a cabo sus planes de festejar en todo lo alto los cuarenta años de la proclamación de la RDA. Para ello invitó a sus colegas del Pacto de Varsovia, Gorbachev incluido. Craso error. La noche del desfile de las Juventudes Comunistas frente a los invitados de honor, los chavos rompieron el protocolo y empezaron a gritar "¡Quédate, Gorby!" "¡Ayúdanos, Gorby!": un nuevo Gorbasmo, como cuando Gorbachev había visitado la RFA. Pero en Berlín Oriental, aquello significaba que la situación se estaba saliendo de control. Como siempre, Honecker se hizo loco. Pero era evidente que su ceguera y sordera podían conducir a un desastre.
Durante ese verano-otoño, mientras algunos querían salir de la RDA a través de Hungría o la embajada de la RFA en Praga, otros decidieron dar la pelea en su propia patria. En Leipzig, desde el 4 de septiembre, cada lunes empezaron a realizarse demostraciones ciudadanas (Montagsdemos), pidiendo discutir la situación del país y mayores libertades de expresión y asociación. Las iglesias también servían como foros de discusión y análisis de qué hacer con un régimen autista que se estaba cayendo a pedazos. El lema de los protestantes: "Aquí nos quedamos". No iban a huir a Occidente: darían la pelea en las calles de la RDA.
Que cada vez se llenaban con más y más manifestantes. Y claro, aquello atemorízó a la dirigencia comunista. Y no sólo a ellos: los ciudadanos no sabían si Honecker iba a optar por la llamada "solución china" (léase Tian An Men). Se pensaba que el régimen no se iba a ir sin patalear y sacar los tanques a la calle.
Pero privó la cordura, lo que hay que abonarle a la ciudadanía y el Gobierno de la RDA. Cuando el 16 de octubre una manifestación masiva en Leipzig no fue reprimida por la Policía que la cercaba, ello marcó un punto de inflexión: la "solución china" estaba descartada.
Lo mismo que Honecker. Sus compañeritos del Politburó consideraron que el viejo era un peligro, un niño babeante jugando con cerillos en un polvorín. Y procedieron a descharcharlo, despojándolo de todos sus poderes. Su lugar lo tomó Egon Krenz, sujeto de incisivos grandes e ideas cortas, con todo el carisma de una torta de aguacate de hace una semana (fuera del refri). La inquietud siguió creciendo. El Gobierno hizo concesiones. Pero la gente reclamaba poder acercarse a los otros alemanes, los que estaban del otro lado del Muro.
Para sacarse esa papa caliente de las manos, el Politburó anunció en la noche del 9 de noviembre de 1989, a través de su vocero Günter Schaboski, que se levantaban las restricciones al cruce hacia el Oeste. Cuando un reportero le preguntó que a partir de qué hora, Schaboski patinó gacho, movió papeles sobre la mesa, se limpió de sudor la magna papada y declaró: "Inmediatamente". Con ese desliz desató los acontecimientos de las horas siguientes.
En cuanto los berlineses oyeron aquello por la radio, convergieron hacia el Muro. Los policías de frontera de la RDA, que seguían teniendo órdenes de disparar a matar a quien quisiera cruzar a Occidente, se hallaron ante una muchedumbre que exigía pasar a Berlín Oeste, muchedumbre que crecía con el paso de los minutos. Pero ellos no habían recibido ninguna orden, y sus superiores se volvieron ojo de hormiga. La situación pudo haber terminado en tragedia. No ocurrió así. A las 23:40 horas, las barreras se levantaron, y por primera vez en 28 años, los berlineses de uno y otro lado pudieron abrazarse. Luego procedieron a trepar al Muro, y de hecho iniciar su demolición ahí y entonces con cinceles, martillos y viles mentadas. Comprobaron que había al menos un producto de calidad en la RDA: el concreto. El resto es historia.
La caída del Muro tuvo una importancia decisiva: significaba que los dogmas y paradigmas de la Guerra Fría podían trastocarse; que un pueblo peleando pacíficamente contra un régimen represivo y esclerótico era capaz de darle patadas a la Historia, y el destino podía no seguir el viejo guión. Y que se columbraba un nuevo futuro para Alemania, una sola Alemania, la que ya había terminado de expiar los pecados de los abuelos y se merecía una nueva aurora; la que les amaneció a los ebrios festejantes que, sobre el Muro, nos avisaban a gritos que el mundo, nuestro mundo, el que habíamos conocido desde la niñez, había cambiado.
Consejo no pedido para que lo dejen celebrar en la azotea del vecino: vea la imprescindible "Adiós Lenin" (2003); y escuche y vea el concierto "The wall: live in Berlin" (1990) que Pink Floyd (bueno, lo que quedaba de él) ofreció para conmemorar el evento. Sin la calidad del disco de estudio, pero sí muy emotivo. El Coro del Ejército Rojo cantando "Bring the boys back home" da ñáñaras cósmicas. Provecho.
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