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Venganzas y populismos

Jesús Silva-Herzog Márquez

La urgencia mexicana vuelve a encontrar ceguera en sus élites. El país atraviesa una profundísima crisis de seguridad que pone en riesgo la viabilidad de la nación. Entramos, al mismo tiempo, a una zona de amenazantes turbulencias económicas. Las élites, políticas y económicas, cobijadas por el más pedestre sentido del interés propio, son incapaces de advertir que esparcen abono a nuestra miseria. No parece haber opción a la política del resentimiento. Impera entre nosotros el necio rebote de venganzas y desquites.

El carrusel de las animosidades da vueltas en su eje. Se repite una y otra vez. No es raro por eso, que los pleitos carezcan de creatividad belicosa y que sean reiteración de pleitos estancados. Si no podemos aspirar a que la política termine con los desacuerdos y los conflictos, sí podríamos imaginar una política que fuera capaz de sustituir pleitos viejos por nuevos. Una política que remplazara los errores de antes por errores del día. Pero nuestra controversia es infernalmente repetitiva. La gran innovación electoral ha tenido el éxito de reinstalar la ley en el centro de la controversia. Es claro que las reglas electorales no serán las plataformas para el encauzamiento del conflicto, serán el objeto del conflicto. La ley no servirá para desahogar, terminar, canalizar las diferencias, será la materia de la diferencia. Para decirlo de otra manera, la ley no será el ring de la pelea entre partidos; será un contendiente al que todos los actores políticos y muchos de los económicos tratarán de noquear, burlar, derrotar.

La ley tiene sentido al convertirse en mecanismo para solucionar problemas. El conflicto ha de encontrar ahí el instructivo para una conclusión razonable. La claridad de su enunciado, un compromiso generalizado de cumplimiento y la fuerza del poder para hacerla valer permiten que el conflicto se detenga, se procese o se resuelva. No es que sea la traducción terrena de un orden eterno, no es que sea el descubrimiento de la justicia absoluta. Es, simplemente, un acuerdo para lidiar inteligentemente con el antagonismo. Pero entre nosotros ninguno de esos elementos está presente: ni enunciados claros, ni compromisos comunes, ni autoridad firme. Por eso, la ley resulta un adversario a modo. Quienes la redactan son los personajes más impopulares del escenario político. Quienes tienen el deber de aplicarla se encuentran en posición de extrema debilidad.

No es por eso extraño que una estrategia común sea la arremetida contra la ley. No me refiero al litigio judicial que permite a los individuos defenderse de un dictado de mayoría que consideran violatorio de sus derechos. Ese recurso es irrenunciable, un componente esencial del equilibrio democrático. Otra cosa es la embestida política a los autores y aplicadores de la ley. La fragilidad legal responde entre otras cosas al hecho de que se subordina el derecho a la política del resentimiento. Cuando la ley se emplea como venganza, se leerá también rencorosamente. Es necesario retroceder unos meses para entender el origen del conflicto de estas horas. Con enorme miopía, la clase política cambió las reglas del juego electoral. Confundiendo las herramientas del Estado, pretendió limitar la influencia de las televisoras, mediante un expediente equivocado. En lugar de actuar para terminar con la concentración y forzar la diversificación de ofertas mediáticas, actuó sobre las normas electorales con la explícita intención de escarmentar a los abusivos. Tras la confrontación entre partidos y medios, las tres fuerzas políticas lograron lo insospechado: ponerse de acuerdo en base a una enemistad común. Más el interés convergente, la unión se dio por las antipatías compartidas. Pero el problema básico sigue ahí: la concentración sigue intacta y en esa virtud, su poder permanece incólume. Un acto de unidad de las fuerzas políticas resultó, a fin de cuentas, un desplante de valentía carente de lucidez y visión. El corto plazo del resentimiento deja su estela en nuestra política.

La respuesta de los medios es propulsión del mismo motor. Del resentimiento nace también el atrevimiento de enfrentar a audiencias contra los partidos, el gobierno y las instituciones de la neutralidad. La argumentación detrás del desplante sigue el más burdo libreto populista. Se trata de oponer al auditorio al oprobioso imperio de la partidocracia. El operativo requiere la eliminación de todas las diferencias en la órbita política: gobierno y partidos; congreso y árbitro electoral. Todos en la misma cubeta de una partidocracia que niega al ciudadano y a la democracia. De acuerdo a este guión del populismo mediático, las leyes no las dicta ya el Congreso: las imponen los abominables partidos. El Instituto Federal Electoral no es órgano de Estado sino apoderado de los partidos. El maniqueísmo, como se ve, no se somete a las coordenadas ideológicas. La consecuencia implícita es que estos institutos han perdido legitimidad y son indignos de obediencia.

No es que estos órganos estén por fuera de la crítica. La merecen intensa y severa. Pero el argumento antipartidocrático desliza peligrosamente una falacia demagógica que es profundamente autoritaria y que ha probado sus efectos siniestros en nuestro continente. Los partidos y las instituciones, nos dicen, son el obstáculo de la auténtica democracia. Ante ese populismo, como ante el otro, me parece indispensable defender la institucionalidad pluralista que el país ha conquistado. Por muy deficiente que sea no debe someterse a la intimidación de otros poderes.

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