Durante casi toda la historia de la Humanidad, nuestra especie fue tan vulnerable como cualquiera otra a las enfermedades infecciosas. Claro que con el paso del tiempo, algunas poblaciones generaban inmunidad a los bichos más frecuentes, con los que se topaban a cada rato. Pero si llegaba un microbio desconocido, generalmente de tierras lejanas, ¡agárrense! De aquí a que las comunidades producían anticuerpos, buena parte de la población ya había sido contagiada, y un porcentaje nada despreciable podía morir. Fue lo que le ocurrió a la Europa del Siglo XIV con la peste bubónica, que mató a uno de cada cuatro europeos cuando llegó desde Asia Central; y más cercano a nosotros, lo que generó la devastación de las poblaciones aborígenes de América, cuando españoles, portugueses, franceses y británicos trajeron sus respectivas enfermedades a lugares y naciones que no las conocían. El resultado fue un despoblamiento atroz del Continente Americano.
Todo ello cambió con el arribo de dos remedios: las sulfas, que podían combatir infecciones por medios químicos; y los antibióticos, en especial la penicilina, que desde 1930 se convirtió en el matabichos por excelencia. Ello permitió la supervivencia de millones de seres humanos que, en otros siglos, se hubieran ido al Otro Mundo por una infección hoy en día aparentemente sencilla.
Pero en los últimos sesenta, setenta años, se ha hecho un empleo abusivo de los antibióticos. En muchos lugares de este mundo no sólo son recetados sin ton ni son, sino que incluso la gente se los autorreceta al menor moqueo o tosecita. El resultado es que muchos microbios han desarrollado resistencia no sólo a la penicilina, sino a otros antibióticos. Y la cosa se está poniendo peor.
La semana pasada, la sección de salud de la Escuela de Ciencias Políticas y Económicas de Londres, una prestigiada institución abocada al estudio de los riesgos planetarios, lanzó una advertencia: en muchas poblaciones, la penicilina ha dejado de funcionar, debido a la inmunidad que han generado microorganismos de todo tipo. La culpa la tiene, precisamente, el uso masivo y no supervisado de los antibióticos tradicionales. Pero ahí no para la cosa: no hay nuevas variedades en desarrollo para reemplazar a los ineficientes. La razón es el lucro, esa lacra del cochino capitalismo. A los laboratorios no les interesa meterle dinero a la investigación y desarrollo de ese tipo de medicinas, que suelen usarse menos de dos semanas, y que no dejan muchas ganancias. Así que a la hora en que los antibióticos usuales dejen de ser útiles entre poblaciones cada vez más amplias, no habrá con qué entrar al quite.
Esto ya se venía venir. Consumir antibióticos como si fueran pepitas de calabaza no podía sino fortalecer las defensas de nuestros enemigos históricos, las bacterias y bacilos. Y en vista de la fuerte interconexión del mundo globalizado, una enfermedad contagiosa que cunda en un continente, puede llegar a los otros en unos cuantos días. Y ahí sí, que Dios nos agarre confesados