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Acribillados

GILBERTO SERNA

Era el panchillo, un feroz gatillero que perturbó la paz franciscana de la que gozaba nuestra comunidad en esos años, baleando a dos policías municipales que cayeron acribillados no sin antes disparar también hiriendo en una pierna al torvo delincuente, que así fue llevado y encarcelado en esquina de avenida Abasolo con calle Falcón. La cárcel de entonces era un inmueble con entrada por la calle con un estrecho zaguán que daba acceso a lo que era la antigua comandancia de policía. Sus paredes de adobe, estaban cubiertas de descascaduras que las hacían aparecer como si hubieran padecido un violento ataque de viruelas locas. Este panchillo era un bandolero acostumbrado a matar, prestándose a servir al mejor postor. No sentía remordimientos por los asesinatos a sangre fría que por encargo cometía. Era como si trajera el diablo adentro. Con la vista baja recibía la paga en que cambiaba una vida por unos cuantos pesos. Ni siquiera se persignaba al abatir a sus víctimas dejándolas tiradas en un charco de sangre.

Era el Torreón de antaño, cuando los vecinos de la placita ubicada en la colonia Martínez Adame al poniente de la ciudad, cerca de donde pasaba la vía del ferrocarril de pasajeros que todavía venía de la Ciudad de México e iba con rumbo a Ciudad Juárez, escucharon fuertes y seguidas detonaciones que los hizo reaccionar echándose al suelo, como quien dice, pecho a tierra, por aquello de no fuera por mala suerte que les fuera a tocar una bala perdida, como luego se dice, sin deberla ni temerla. Duró algo así como cinco minutos que les parecieron una eternidad encomendándose mientras a todos los santos. Cuando creyeron que había pasado la refriega, se asomaron en el silencio que siguió al evento por las ventanas de sus casas viendo cómo era apresado el pistolero por las fuerzas del orden que lo introducían en una improvisada patrulla policiaca a la que llamaban la Julia, utilizando una acrimonia, porque en verdad era eso una jaula. Por las noches los niños eran amenazados con llamar a la Julia si no se iban a dormir.

Los días en esos tiempos eran lentos y tardados, tanto como los pesados carros del tren eléctrico que transitaba por las tres ciudades dando lugar a una hermosa polka cuyas notas musicales, en cualquier parte de la Tierra donde las escuche lo trasladarán, cerrando los ojos, al tramo de la carretera que se aproximaba a la encantadora Ciudad Jardín, donde viejos ahuehuetes sombreaban el camino entrelazando sus ramas de uno y otro lado creando una hermosa ilusión de un universo entero lleno de luz que bordeaba entre las hojas. La imaginación hacía lo demás. Habíamos pasado la apacible y bella ciudad de Gómez Palacio, llegando a nuestro destino: las huertas donde por veinte centavos los rapazuelos podían atiborrarse el estómago de las frutas que daban los árboles. Las higueras eran las preferidas de los imberbes visitantes. El que probaba el sabor no lo olvidaría jamás. Se convertía el paseo en un día de campo. Al atardecer se regresaba por el mismo medio de transporte. Al llegar a casa nos parecía, volteando al oscuro cielo, apenas iluminado por la Vía Láctea, enjambre de estrellas que atravesaban los espacios siderales de un lado a otro, que nuestra aventura apenas había comenzado. Desde los días en que los tyrannosaurus, poblaban el mundo, nada había cambiado. Solemos ser presas fáciles de los depredadores.

En aquellos días nuestra comarca daba la impresión a los viajeros de que habían llegado al paraíso terrenal. Los campos se llenaban de copos blancos que parecía nevaba en el verano. ¿Qué hicimos o no para merecernos esta ola de violencia? Los jóvenes caían arracimados, cortados por una guadaña. En donde segundos donde antes había alegría cundió el caos y la tragedia. Gritos de terror sacudieron el ambiente que se llenó de aflicción y dolor, mientras se mezclaba con el mortífero tableteo de pavorosas metralletas que cantaban una infame melodía de destrucción, dejando patente la confusión que como una sombra maligna rodea a esta ciudad. Cuando todo acabó, en una iglesia cercana dos ancianas rezaban el rosario con unción pidiendo al Señor por las almas de esos pobres muchachos. Esta es una historia de panchillos, enajenados por una sociedad corrupta y decadente.

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